Mercerreyas

Tlacotalpan o Macondo perpetuo

Viernes 21 de Febrero de 2020

Tlacotalpan o Macondo perpetuo

A orillas del impredecible río Papaloapan, gozando de una ubicación inmejorable como puerto fluvial, la histórica ínsula de Tlacotalpan, hoy ya hecha península, asemeja mucho más de lo que yo hubiera imaginado a ese Macondo de García Márquez en donde los relojes se detuvieron. Así la definió alguien en un periódico cuyo recorte asoma, torcido y mohoso sobre una pared, en el desbarajuste con aroma añejo que es el Museo Salvador Ferrando.

 
No miento si afirmo que, en mi fuero interno, guardaba el deseo receloso, desde años atrás, de visitar un par de lugares que me llamaban la atención en este México que ya tengo tan pisoteado. Uno es El Tajín, la vieja ciudadela totonaca que visitaré mañana o pasado; el otro, por supuesto, era Tlacotalpan. Me ha bastado un sencillo museo cuarteado, decimonónico con todo lo que ello encierra de impacto asimilable a caoba desgastada y linimento rancio, para aspirar profundo y sentir que mereció la pena el largo camino recorrido desde Xalapa.

 
Si Xico y Coatepec tocaron el cielo sorbiendo tragos de un espeso café de altura, Tlacotalpan, coetáneo, se hizo un nombre indeleble en la historia cuando su privilegiada posición, asomando al Papaloapan y muy cerca de su desembocadura al Golfo de México, la forró de un trasiego de mercancías en el que se caía un poco de cada cargamento para enriquecer a villa y villanos. Al estilo de la Sevilla hispana pero deliciosamente venida a menos. Castigada por los azares de olvido o huracanes, reducida a un decorado de ficción que se enrosca en las arrugas de sus viejos habitantes para recuperar el resuello y hacerse eterna. También un poco como la Trinidad cubana, también otro como el Suchitoto salvadoreño. Después, progreso mediante, llegó el ferrocarril, se diversificaron las vías comerciales, y Tlacotalpan, incapaz de jugar en esas ligas, se fue apagando con idéntico déficit de vanidad al que gobierna hoy su vida. Sí, es Patrimonio de la Humanidad, pero nadie te lo va susurrar, menos vender. Es tan pausada la vida allí que dudarás por un instante si un lunes invernal en Mecerreyes no tiene más vitalidad que la suma ínfima de sonidos y pausas que te rodea. Así de delicioso, pero con un calor intenso sumado a una humedad que empapa frente y sobacos al primer paso. 


Luego, en realidad, son tres calles, tres plazoletas y tres iglesias. Un teatro evocador, incapaz de enjuagar el lamento que siempre acontece frente a un escenario desnudo, una casa de cultura y dos museos deliciosos. ¿Para qué más? El primero, ya digo, rescata la figura de un pintor célebre; el segundo, menos llamativo, peor presentado, glosa la vida de un tipo reconocible a nivel mundial. Su nombre era Agustín Lara, y si yo te digo “Piensa en mí”, y además pido que lo imagines en voz de Luz Casal, rápidamente deducirás que hablo de uno de los compositores más celebres de boleros que existieron jamás. “Amor de mis amores” o “Granada” son idénticos himnos, tarareados en cualquier país de habla hispana, paridos por el talento de este compositor. De Agustín no se sabe a ciencia cierta en qué año nació, menos aún en qué casa concreta de la ciudad (el museo se halla en la hacienda de una de sus varias mujeres, donde se mezclan de un modo caótico fotos de su infancia con metates de piedra), pero es seguro su origen tlacotalpeño porque hizo gala de ello cada vez que se le presentó la ocasión.

 
Sin necesidad de ir tan atrás buscando desastres, lo cierto es que dos mil diez fue otro año innombrable para este rincón veracruzano. El Papaloapan, otrora adalid de riquezas, se desbordó anegando gran parte de las casas y causando daños catastróficos. Aquello, que podría presumirse una larga penitencia o, mucho peor, un definitivo tiro de gracia, fue sorprendente subsanado por el tesón de ciudadanos, gobierno federal y UNESCO para dotar a estas calles de un esmerilado intachable que despierta admiración. Calles empedradas, mínimos parterres, columnas y fachadas porticadas donde siempre corre la necesaria brisa que mitigue la obsesiva canícula, más columnas y fachadas almidonadas, más de lo mismo, colores pastel a juego con la emoción, en panorámicas de encanto y sumisión… Tlacotalpan, sin ningún otro atractivo turístico de peso a doscientos kilómetros a la redonda, es una pequeña tortura para llegar hasta él, incluso más resulta su escasa y deficitaria oferta de restaurantes y alojamientos asequibles, pero basta una mirada en derredor, desde sus plazas o cruces de calles, para comprender cuánto de mágico aguarda al viajero que sepa perseverar hasta pisar su orilla.

 
A día de hoy Tlacotalpan está tan virgen que he necesitado del tañido lúgubre de las campanas de la iglesia de San Cristóbal para entender por qué parecía un lugar fantasma. Detrás de un ataúd han aparecido mostachos, camisetas de tirantes y bicicletas oxidadas. Gestos adustos y miradas perdidas, una brisa que ha arreciado y una oración, musitada al unísono, colmando mis oídos cuando he asomado el hocico a través del pórtico. Allí Tlacotalpan entero, preocupado de acompañar en el dolor del tránsito a un alma de las suyas. Ni parafernalia comercial o entradas infladas de precio; ni “city tours” o trampas artesanales producidas en una fábrica de plástico china, a doce mil kilómetros de distancia. Y si alguien se encarga habitualmente de esos detalles escabrosos que arruinan demasiados lugares, resulta que hoy, justo a mi llegada, tenía más interés en caminar tras una caja de pino y una sotana que en comprobar a cuánto de grueso alcanza mi cartera.

 
Una única casa de tejado hundido que se derrumbó justo anoche, como me revela un vecino; y una única reforma en todo mi caminar que, además, estaba precintada por el INAH, el instituto mexicano que salvaguarda la valía imperecedera del patrimonio nacional. Allí no se menea un adoquín o una baldosa sin que ellos lo aprueben. Tlacotalpan, un Caribe de bolsillo soñado por dilapidado. Inmune a las codiciosas garras humanas, artificialidad comercial e historia, aguanta imperturbable al paso del tiempo, a salvo de su poderoso veneno mortal. Ya ni lo dudo. Sé que lo arrasará un huracán, acaso un terremoto devastador funda sus hermosas casitas de planta baja y tejas grisáceas por el tinte de líquenes, puede que la enésima crecida del turbulento Papaloapan en época de lluvias. Sucederá más temprano que tarde. Y entonces, estúpidos irredentos, recordaremos seguro que su nombre no era Macondo, pero que, gracias a algún extraño sortilegio, a ninguno de quienes una vez lo conocimos le extrañaría que así se hubiera llamado. Nuestro Macondo perpetuo.

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias