Mercerreyas

Cartagena o abocados a la desdicha (II)

Martes 3 de Marzo de 2020

Cartagena o abocados a la desdicha (II)


Viene a hundirme la melancolía. Al punto de las ocho de la tarde, en un arrabal ya incinerado, se presenta sin invitación previa o un mínimo atisbo de decoro. A quemarropa, la muy zorra. Me desnuda sin remedio. Rechino los dientes y lo asumo con naturalidad. Me acaricia con la sutileza febril de tantas y tantas escenas de zozobra, las rescata de la pretérita alma que ya no deseo ser. “Es solo otro crío anónimo”, me miento a traición. La mirada se cruzó hace una décima, y empiezo a garabatear de ese modo endemoniado, presa del delirio que asusta pero ni en vano delirio reconforta.


Aunque suene contradictorio el hecho de que la caída del sol pueda generar un necesario alivio del sudor en Cartagena de Indias, dado que aumenta la humedad en el ambiente, es la paz bendita. En realidad, si lo analizamos bien, es la suma de sol y una humedad diurna que ronda o supera el cincuenta por ciento lo que provoca las crisis temporales de fatiga y hastío. Generalmente se bastan un par de cervezas para remediarlo en cualquier lugar tropical del planeta. Y aquí no es distinto. Sin embargo, una vez que corre el crepúsculo y temes que el sudor se acentúe, uno disfruta horrores de esta hermosa localidad, sin apenas chorrear o fibrilar, porque penumbra y plateado de las estrellas lo impiden. Es deliciosa la invitación a pasear y respirar ese aire cortante que, arrastrado en la espuma de las olas caribeñas, encrespa el vello, sometiendo la tortura diurna. Cartagena, alcanzado ese punto, ya no es preciosa sino onírica. Hasta que lo cotidiano te devuelve esa alma en harapos en que te has convertido.

 
Entonces la realidad recuerda dónde demonios te has metido. Sin vacunas. Sin corazas de acero. Sin resquicio de peros. Te abofetea directamente, con la insolente suficiencia de evitarte ni media letra de desahogo. Se arrastra atorada a un niño descalzo que sigue a su madre. Un niño que recuerda a quién. También a infinitos rasgos arábicos, orientales o latinoamericanos. Carga al hombro un saco de sisal repleto, a tenor del tintineo, de latas metálicas. Se sienta en un pretil, fatigado, y nos observamos mutuamente por una décima. Dudo si sacarle una foto mas rápido desisto. Cualquiera que haya viajado por este inmenso resto del planeta donde la vida no se regala, sino que se batalla hasta el céntimo de alba a alba, sabe de sobra a qué me refiero. Condenado. ¿Dónde he visto tu rostro? ¿En cuántos paralelos me desnudaron tus ojos, atravesando mi finitud? Se levanta la madre, el vástago detrás, y se pierden en una calleja donde la brisa huracanada forja remolinos en esquinas que pasan a ser tanteados por las manos inquietas, infantiles, de quien no debería rebuscar en esa mierda llamada conciencia de estos que aún observamos sin desviar la mirada. ¿Acaso inmunes al mensaje de horror que nos escupen, cómplices, por más que empleemos el fusil de la palabra avergonzada para denunciarlo? ¿Imaginas silencio así de brutal por delator? 


Ahora Cartagena, furcia engalanada de vestidos volados y sonrisas nacaradas bajo tez mortecina, es un despojo de muerte en ciernes. Y ésa ha de ser su verdad tangible, de un modo aterrador por inevitable. En la herencia africana, asilvestrada bajo la certeza de que nunca tuvo opción de bruñirse un porvenir, se alimenta la desdicha. Y su anatema suma hasta nueve de cada diez habitantes. Al borde del delirio me sostiene el orgullo que asumo igual a un necio, consciente de que el mayor error fue trocar aquella melancolía de infantiles ojos africanos del inicio del texto en plena nostalgia, reflejo en cristalinos de Bryan mediante, de lo que jamás debió suceder. Entonces me enorgullezco, estúpido soberbio, porque en la puta vida morirá mi mensaje que se desgarra tras el crudo destino de estos espíritus que pertenecen tanto a quien escribe como a quien lee.

 
Éste era nuestro legado, madre, si la muerte no te hubiera llevado en Ecuador. Añorando un nuevo futuro de luz la misma víspera de acceder a este fascinante país colombiano que ahora solo te narro con la desidia propia de un hijo trémulo. Colecciono, alicaído, chispas de la traición cuando ni mi alevosía, vomitada en el espejo de ojos infantiles, quiere aspirar a alumbrar ese hombre mejor que siempre me prometiste que alcanzaría a ser tras cada esfuerzo a mi lado, henchida de ilusión mundana. Cartagena y esos ojitos infantiles, lo sabes bien, nunca dejarán de alumbrar tu herencia y aliento, desde Amán hasta Hoi An.


El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias