Mercerreyas

Llanto al poeta o si los ingleses no pudieron con ella

Lunes 2 de Marzo de 2020

Llanto al poeta o si los ingleses no pudieron con ella


“Esta será mi venganza: Que un día llegue a tus manos El libro de un poeta famoso Y leas estas líneas Que el autor escribió para ti Y tú no lo sepas” 

Ernesto Cardenal 


A la preciosa localidad de Cartagena de Indias, fundada por Pedro de Heredia en 1533, le llueven multitud de adjetivos por su belleza colonial inmune al paso del tiempo. Y yo, en mi segunda visita, me sigo declarando tan enamorado de ella como herido por la terrible humedad y calor que la gobierna. No obstante, en este primero de marzo corre la brisa del Caribe que se mata, nada que ver con aquel abril tórrido y demencial que viví con Ina. Un alivio.

 
Pues hacía referencia en el título de este texto al obstinado acoso y derribo a que fue sometida esta perla caribeña por parte de las tropas británicas, al mando de almirante Vernon, a mediados del siglo XVIII. Y lo hacía porque, pese a la diferencia numérica de combatientes entre defensores y británicos, al final triunfaron los apenas cuatro mil hombres de que disponía el insigne Blas de Lezo frente a los casi treinta mil atacantes. Con todo, perpetuando la gloria de mi paisano, la verdadera razón de la escabechina británica se dio en una epidemia de fiebre amarilla que diezmó y debilitó su poder ofensivo. Resulta incluso curioso que, así como las enfermedades importadas de Europa por los colonizadores hispanos provocaron verdaderos exterminios en comunidades indígenas locales (acaso sea el sarampión la enfermedad más conocida), fuera un mal endémico el que ayudara a repeler el asedio inglés que, finalmente, se vio obligado a decaer en su pretensión de conquista.

 
Y fue a causa de éste y otros acechos que los poderes virreinales se vieron obligados a proveer de fuertes defensas a la ciudad. En consecuencia, símbolo permanente de Cartagena de Indias incluso en nuestros días, las murallas se fortificaron y multiplicaron para mantener a este histórico bastión indemne a batallas y aniquilaciones. Basta cruzar por la Puerta del Reloj para acceder a un decorado de ensueño en ésta que se corona, no me canso de repetirlo, como una de las tres o cuatro ciudades coloniales españolas más hermosas del planeta.

 
El caso es, ¿qué queda de esa Cartagena, ya no centenaria sino de hace apenas un lustro? Supongo que queda la certeza absoluta de que, si los ingleses no descojonaron el entorno en base a sus peculiares intentos de saqueo, tampoco lo van a hacer las gasas vaporosas para el Instagram o las ingentes multitudes de turistas que hoy pululan por su Casco Histórico. Tan poderosa y arrebatadora es Cartagena que, incluso yo, un alma febril y claramente descompensada cuando observa sus decorados de antaño caer bajo la bota de la artificialidad, me pido otra cerveza, divertido, tras decenas de flashes fotográficos a la misma esquina, en el mismo enfoque, en el mismo segundo. Cartagena, debes creerlo, es tan sublime que ni un millón de mi calaña conseguiremos robarle su historia forjada a sangre, sudor y fuego. Te lo explico por partes…

 
Aborrezco los guetos turísticos, mucho más si son tan artificiales como para hacer de Getsemaní, el otrora barrio de trapicheo de perfil bajo y borrachos desnortados, un lugar burdo, repleto de paraguas colgando de alambres y murales que provocan entre bochorno y risa a mandíbula batiente. “Que vengo del México de Rivera, Orozco y Siqueiros, ¡cojones!”, susurro en un murmullo. Eso sí, se ven chavales vendiendo sus cuadritos, a otros vendiendo cocos, a los de más allá anunciando su menú de restaurante… Y eso es una victoria para esta desvencijada barriada, colindante con el glamour y pitiminí histórico. Y lo es porque son los mismos yonquis recuperados, quienes hacían de éste su fortín de pegamento esnifado y barato anís antioqueño, quienes hoy alumbran ese decorado. Así que lo celebro por todo lo alto, tanto que hasta estoy feliz de haber acabado en una sencilla pensión de este singular entramado de calles.

 
Luego, el Casco Histórico, asemeja a una serpiente herida que aún pelea por no perder el aliento. Se venden casas, se multiplica la parafernalia, los antojos comerciales, los hoteles-boutique. Se desintegra un nuevo decorado vía gentrificación, mil veces lo he denunciado. Sin embargo, tan poderosa es Cartagena, basta callejear un poco para acabar pegando la hebra con un abuelo sabrosón que todavía se congratula de la charla al ritmo de son cubano, bajo cervezas a un pavo al cambio. En la siguiente cuadra, donde la cruceta de calles, otro garito igual. Y más allá cenas de cojones por un euro mientras engulles la cerveza número es lo de menos. Asumo que, lo que hoy es Getsemaní, mañana será Torices, Nariño o La Quinta. Mientras reporte en un beneficio local será perfecto, pero del Casco Histórico, ése que ni la flema y poderío de la Pérfida Albión pudo doblegar, no sé qué pensar. O qué decidirán, aunque lo temo, los herederos de estos ancianos en ocaso con quienes hace un rato reía de esas indescifrables expresiones, castizas para los locales, pero desconocidas para los ibéricos. O, acaso, resulta que prefiero no volver a intuirlo porque ya lo he padecido en demasía.

 
Y en ésas estoy, cuando cae la noche en otra guarida de paredes encaladas y fotos de Benny Moré, que me roba el aliento la muerte de Ernesto Cardenal. Tan esperada como indeseable. Con su inseparable boina, su cana barba deslustrada y perfil puramente intelectual más por agrietado que por pulido. Prosa maltrecha, prendida de la contundente llama de la humildad. Necio que es uno, fue en aquel viaje de 2015 cuando aprendí de él. También de su obra. También de su espíritu. Pero, por encima de todo, porque me maravillaba que un tipo aún vivo pudiera ser tan largamente honrado en Nicaragua, país natal, por cualquiera a quien preguntaras por su vida u obra. En España, que se entierra muy bien, como decía otro infausto político del redil de los perennes traidores de la rosa y de apellido Rubalcaba, es común rendir falsa pleitesía a los idos. En Nicaragua, que por historia e idiosincrasia no debía diferir, fue una invitación total al optimismo acercarme a este tipo que supo estar en silencio frente a la humillación, a vista del mundo, del mezquino dedo acusador del Papa, con infranqueable dignidad. El tiempo era suyo, y no menos la razón de sus acciones y obra. Con el sol ya hundido hacia donde apunta La Guajira, a su salud y recuerdo apuré el último sorbo de cerveza. Realmente me apena horrores no haber accedido a aquella invitación que alguien me cursó para conocerle. Si en aquel entonces solo hubiese conocido un mínimo de su talento y humanidad… Y me jode tanto, me devora de tal modo la desdicha, que ni el soberbio alumbrado medieval de Cartagena, resbalando su haz anaranjado sobre los coloridos revocados de sus fachadas de planta baja, balcones volados y ventanas enrejadas por madera pulida, me consigue acunar el espíritu.


El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias