Mercerreyas

Ciudad de México, entre lo divino y lo terrenal

1 de Marzo de 2020

Ciudad de México, entre lo divino y lo terrenal


En muy contadas ocasiones me sucede. Es inevitable en estos entornos, en días de calor intenso que hacen mella junto al cansancio acumulado. Andaba por Coyoacán, de camino al metro desde el Teatro Insurgentes, y paré a comprar un poco de fruta en el puesto de un crío aburrido y desanimado por, seguro, no haber vendido mucho. La fruta estaba caliente, con aspecto de llevar varias horas a la intemperie. Monté en un metro petado, bajo un calor infernal, y a duras penas pude reprimir el vómito antes de bajar. Me había pillado el bicho (virus estomacal). Vomité en una calle apartada y, como suele suceder, nada más hacerlo recuperé un poco de fuelle para llegar al hostal. Sabía que me tocaba tarde de vómitos y diarrea, pero tras palparme la frente varias veces en el frío de la habitación, comprobé aliviado que no tenía fiebre. Eso habría sido peor.

 
A la mañana siguiente, recuperado a medias, voy pillando más energía paulatinamente. México, como cualquier país tropical, es un paraíso de frutas y vitaminas en cualquier esquina. Observo a un vendedor que acaba de limpiar fruta y le pido un poco de jícama, sandía y piña. No quiero cometer el error de víspera con fruta largamente expuesta a cualquier virus ambiental. Me acompaño de suero oral disuelto en agua mineral. De camino a Guadalupe, de vuelta al manto de la Virgen más famosa del planeta, me animo porque podré acudir, a la tarde, al sarao al que me ha invitado Antxon, un amigo de mi hermano Jesus y largamente afincado en México, para celebrar el Día de Andalucía, cortesía de la Junta. Francamente, hacía solo unas horas no habría apostado un real por ello.

 
La Basílica de la Virgen de Guadalupe se erige en el conocido como Cerro de Tepeyac, al norte de la capital, lugar donde, en el siglo XVI, la Virgen se apareció en hasta cuatro ocasiones a un indígena llamado Juan Diego. Dadas las dudas iniciales que el obispo, Juan de Zumárraga, mantenía ante el relato del joven indígena, le pidió una muestra del milagro. Así, en su última aparición, la Virgen solicitó al indígena que cortara unas flores y las guardara en su ayate (tela hecha de fibras vegetales que se anuda con cintas sobre los hombros y sirve para guardar los frutos durante la cosecha). Sin embargo, al volver a presentarse frente al obispo y desplegar la rústica urdimbre, ésta contenía la imagen de la virgen cuyo original guarda la basílica y cuyas réplicas inundan todas y cada una de las iglesias cristianas a lo largo y ancho de México. De tez oscura y facciones mestizas, el manto genera una oleada continua de fervor religioso y pasión, especialmente por parte de gente enferma que confía en una recuperación de sus males físicos por medio de la iluminada. Lo cierto es que, como suele suceder con este tipo de mariofanías, junto a la creciente fama de la imagen ha ido aumentando, en paralelo, la controversia sobre la veracidad histórica tanto de las apariciones como del mismo ayate. Discusiones al margen, el lugar está envuelto en un hálito de energía especial, tanto en sus distintas capillas como, especialmente, en la moderna basílica construida dado el hundimiento progresivo de la anterior sede de la imagen.

 
Visité este lugar con mi madre en dos mil diez, recién salida de su operación a corazón abierto, y de algún modo debía volver a rendir oración y gratitud a este manto porque, real o irreal, lo cierto es que de alguna manera le permitió vivir momentos muy felices, descubriendo el planeta, con fe inagotable hasta el final de sus días. Recuperar aquellos instantes, aspirar el aroma de pasión ciega que regalan los fieles, orar en el murmullo sostenido que inunda los tímpanos,… Una experiencia que me tenía prometida en el debe y que, después de varios regresos, al fin he sabido saldar.

 
Me siento en una esquina del imponente atrio, ajeno a la palabra del obispo, y recupero aquellas imágenes de felicidad compartida, de insaciable hambre de mundo. Fuera quedan los indigentes, la indígena limpiando pencas de nopal, otra amasando gorditas. Sí, traicioné a quien no debía. Soy consciente de ello. Pero me vuelve la sonrisa luminosa de mi madre, en demasiados lugares del planeta, con la confianza plena de que seguir al corazón es el acto más puro y noble que uno puede llevar a cabo. Ella me lo enseñó. Fue su más preciada lección y el envés de esa traición hecha amor infinito. Lo seguí con ella, lo hice con Maitane. “Mayor hostia habría supuesto traicionarme a mí mismo en lo profundo que me palpita, ¿verdad, madre?”. El resultado, con independencia, solo sirve para atestiguar que cualquier dolor y pérdida es asumible, por más intensa que ésta sea, cuando uno se guía por el único camino posible. Ahí, en esa derrota dolorida, humillado, la sonrisa risueña y sombra de una madre, siempre a mi lado por cualquier confín, se hace manto reparador que todo lo enjuaga.

 
A la tarde me presento en el Casino Español donde me esperan Antxon y su mujer cordobesa, andaluza de rompe y rasga. No sé muy bien qué pinto allí con mis náuticos, vaqueros y camiseta entre tanto traje y vestidos de pitiminí. “Qué demonios, con un trago se liman las diferencias”. El problema es que no es uno, sino un buen puñado de cervezas acompañadas de chupitos de tequila reposado. Tremenda borrachera. Alcanzo a regresar al hostal, como una avutarda coja por las calles que unen el Casco Histórico con Reforma, y me tiro en la cama a dormir la mona sin ni siquiera quitarme la ropa o zapatos.

 
El clavo, la “cruda” que dicen aquí, me acompaña en mi deambular por mi último día en México. A ratos pienso que en dos tardes, entre el virus y la borrachera, he perdido dos años de vida, pero mi esencia vuelve a funcionar cuando alcanzo a llegar al Museo Anahuacalli, la preciosa estructura con forma de pirámide ideada por Diego Rivera y ejecutada a medias con Juan O´Gorman. Allí se exhibe la inabarcable colección de arte prehispánico que el artista fue amasando a lo largo de su existencia. Por encima de pintor notable, Diego era un enamorado de las culturas indígenas y de las muestras artísticas que éstas nos legaron. Más de cincuenta y nueve mil objetos forman su colección, y muchos de ellos se exponen allí junto a diversos bocetos de sus cuadros o murales. En estos días capitalinos a caballo de excesos, dolores y arte, nada mejor que recurrir, por enésima vez, a su fabuloso legado para poner un punto y seguido antes de bajar a Colombia.

 
Disfruto de un sol que va cayendo a plomo, de una brisa cálida que juguetea con mi rostro, y vuelvo, al fin, a encontrar un poco de normalidad entre estas teclas que tanto echaba de menos. México, igual de indómito, prometedor y hogareño en esta quinta visita a como lo fue la primera, cada vez se va forjando un hueco más profundo en mi lista de destinos favoritos.


El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias