Mercerreyas

Coca-Cola de café o resumiendo en mi Jardín

Martes 10 de Marzo de 2020

Buseta:autobus en Colombia

Coca-Cola de café o resumiendo en mi Jardín


Nuevo madrugón a las cinco, que incomoda pero sirve para aprovechar las horas de luz. La buseta a La Felisa parte a las seis, otra desde allí hasta Peña Lisa (ya en el departamento de Antioquia, llana, sin tilde en la segunda i), otra a Andes y un taxi compartido hasta Jardín. Total, siete horas por caminos de trocha, asfalto desgajado y una escasa autopista flamante que me hacía frotarme los ojos ante la novedad.

 
Jardín es cambio de tercio y vuelta al redil turístico (snifff). No obstante, ¿cómo podría no ser hermoso con ese nombre? De primeras parece que los paisas (gentilicio de los antioqueños) no son tan accesibles ni amables como el resto de tipos por el Eje Cafetero, y mucho que ver con ello tendrá su razón de ser en la numerosa población turística gringa y europea que aquí se aprecia. Era lo esperado. Así que callejeo, admiro el lugar, respondo a una llamada de mi hermano Roberto, compro un sombrero barato, dudo si probar la Coca-Cola de café (esto sigue siendo Colombia, a ver qué me pensaba) y me decido, con la puesta del sol, a resumir este viaje tan excepcional que llevo hasta el momento. Para un día que ni saco la videocámara de la mochila…

 
La primera circunstancia que deseo destacar es la tremenda amplitud de horizontes que abre el compartir idioma. Sí, yo adoro Asia, y ése va a ser mi objetivo en los próximos meses, pero es indudable que Latinoamérica, si solo por el español, es un destino el doble de profundo en aspectos lingüísticos, culturales y sociales. Charlar y aprender del día a día, expresiones, festivales, hasta gloria y derrotas personales, enriquece una barbaridad el viaje. Asia, por más que me maneje en tailandés y mañana (acaso) en chino, japonés o hindi, jamás tendrá abierta de par en par esa puerta al interior de cada persona con que interactúas. Es un factor muy determinante al que he dado vueltas últimamente, en mayor grado dado que disfruto de dos países de población tan abierta y confiada al extraño como son México y Colombia. Lo cierto es que, de cada rostro, de cada conversación tendida, podía haber escrito un capítulo del próximo libro. Y esa facilidad es imposible de encontrar en el continente oriental por la barrera idiomática. Dicho lo dicho, ahora afronto esos futuros meses con mucha mayor ilusión si cabe porque entiendo que el reto, de por sí mayúsculo, va a ser el doble de reconfortante.

 
Volviendo a la ruta, arrancando por el comienzo, Cuetzalan se lleva todos los premios. Es un lugar de una belleza, en su estilo, absolutamente deslumbrante, y el componente social suma porque la conexión con indígenas totonacas y su lengua náhuatl es una constante. Si, además, suma esa versión de bolsillo de El Tajín llamada Yohualichan, es un ganador seguro que entra fácil en el top ten mexicano, y mira que eso tiene mérito. De veras que guardaré un recuerdo indeleble de aquel breve tiempo. Puebla capital, por su parte, es monumental, pero quizá por tenerla ya vista no me apasionó tanto. Cholula, nota al margen, tiene un pase.

 
Veracruz, colindante, es un estado de sensaciones encontradas. La opresión por inseguridad que destila sobre el papel no es tanta una vez que alcanzas muchos de sus hitos. Xalapa es una ciudad digna, verde para mi sorpresa, y con un museo excepcional. Tlacotalpan es la joya con su ambiente suspendido en el tiempo y una ausencia tan agradable de parafernalia turística, pese a su condición de ciudad patrimonio mundial, que enamora más allá de su foto perfecta entre casonas porticadas con columnas. El Tajín, hacia el norte, es territorio más caliente en lo social, pero de esto te tendrás que convencer por habladurías más que por certezas. Y encima es un conjunto arqueológico de impresión, con la inigualable Pirámide de los Nichos como punto culminante. Xico y Coatepec, un poco mejor que el insulso Papantla, son lugares que merecen una visita si te pillan por allí, pero que yo jamás declararía como imprescindibles a menos que lleves varios viajes acumulados al país azteca y busques nuevas emociones con denuedo.

 
De Hidalgo, con sinceridad, no esperaba demasiado. Esperaba un estado tirando a plano y me encontré con la belleza deslumbrante de Mineral (Real) del Monte y, cómo no, los increíbles prismas basálticos de Huasca de Ocampo. Tula y Tepotzotlán, ya casi en la capital, han pasado el corte con un seis, raspado. 


Para finalizar quedó Ciudad de México con algún día más de los esperados a tenor del ritmo de visitas con que devoré lo anterior. Sabía que era una victoria segura. Siempre lo fue. Tampoco necesitas devorarte los sesos para ello porque se basta Rivera, Rivera y Rivera. Los días capitalinos giraron sobre el prolífico artista, pero puedes poner el foco en un gusto personal, desde arquitectura hasta gastronomía, y todos los días que le dediques se te quedarán cortos. Si a este frenesí visual le sumamos aquella fiesta por el Día de Andalucía a la cual me invitó Antxon, pues la guinda perfecta para una ciudad incombustible en sus atractivos.

 
¿Precios de México? Pues clavado a hace dos años, cuarenta y cinco pavos al día “all inclusive”. Con este ritmo que llevé, ni tan mal, jajaja. El transporte en buses se come mucho pese a las carreteras relativamente buenas (ojo también a Interjet y Viva, compañías de vuelo de bajo coste que pitan muy bien), el alojamiento (mi cruz porque no hay descuento para viajeros individuales) no baja de veinte euros en un estándar aceptable y la comida, al menos, es deliciosa y tirada, además de equilibrada. Económicas, en consonancia con el nivel de vida, las entradas a los lugares de visita. Honestamente, a México se ha de ir a comer. Así de claro, joder. Todo lo anterior está muy bien pero esperad con ganas a las horas señaladas para devorar desayuno, almuerzo y cena con pasión. No importa a dónde vayas. La fusión carne-vegetal es sublime en cualquier caso. Bueno, a menos que pidas choriqueso, jajaja.

 
Y Colombia. Seis años esperando que llevaba. Pues una debilidad, qué voy a decir. Me apasionó en su día y no voy a describir la sonrisa bobalicona que lucía bajo el tórrido calor y humedad que me abrazó en cuanto pisé el aeropuerto de Cartagena de Indias.

 
Le toca palo a esta ciudad, por cierto. Sigue siendo maravillosa, quede claro. Una ciudad que entra sin ningún género de dudas en el top diez de ciudades coloniales españolas del planeta (top tres si la pillas con la alborada, vacía de vendeburras). Una joya sin parangón tan bien conservada que resuena a cuenta de hadas. Pero está muy cerca de acabar descojonada por el turismo desbocado. La gentrificación aboca a muchos edificios al ubicuo cierre y cartel de “En venta”. Y nos suda la polla, seguimos allí pegándonos codazos y desfilando con vestidos de pitiminí sin importar lo más mínimo que el entorno se reduzca a decorado inerte por nuestra acción. La llegada de cruceros se ha multiplicado, y el turismo interno colombiano también ha aumentado de modo exponencial. Con todo, lo repito, Cartagena de Indias sería, clavada, la ciudad colonial número uno en Colombia que yo habría recomendado. Lo habría hecho… hasta que conocí Mompox.

 
Puedes definir lo mío y resumirme, con justicia, como obsesión enfermiza frente a las olas de turistas de magrean. O, sencillamente, como enamoramiento instantáneo de lugares que, más allá de su patrimonio, subyugan la ecuación de belleza-turismo con la suficiencia que otorga su autenticidad impoluta. Por lo uno o por lo otro, nada como Mompox en toda Colombia. Tórrida hasta el borde del suicidio, despiadada la muy zorra incluso a las cinco de la mañana, se muere de plena felicidad entre su docena de calles entramadas en damero que flanquean el río Magdalena. Mompox es un regalo, uno de los poquitos que quedan sobre la faz de la tierra (su aislamiento aún la protege), para reconciliarte con tu pisoteada esencia viajera y no perder jamás la fe en que, por muy lejos que quede, siempre aguardará una joya por descubrir, capaz de hechizar tu alma. Y si no es ella, lo hará su gente. Mulatos de raíz, mestizos apalancados siempre con una sonrisa percutida, al borde de tu sombra para pegar la hebra. Sin trampantojos ni artificios torpes que, hace seis años no del todo, pero hoy sucumben a Cartagena en un mar de desidia por muchos momentos. A aquella la salva, no me canso de reiterarlo, su belleza incomparable. Pero a mí dame la paz y anonimato, en conjunto, de Mompox.

 
Hasta el Eje Cafetero hemos llegado. Mi pasión absoluta. Tiempo atrás necesité un único viaje, unos perdidos días en el Quindío entre Salento, Filandia y Cocora, para ser consciente de que esto no era un viaje sino un retorno con reminiscencia a hogar. Y da igual Marsella, o Salamina, o San Félix, o este Jardín que me mima con cariño. Uno acoge las coloridas casas, esa arquitectura atípica y propia de payasetes, que son un reclamo; el mismo recae en paisajes de vértigo, cañones demenciales y esmeraldas bosques donde los guardianes se erigen con un nombre propio: palmas de cera; y el último, cuarta dimensión y sin mudar el pellejo, se enfrenta a ojos insondables de nombre Humberto, Nelson o averígualo tú. El Eje Cafetero es mi Colombia, siempre lo fue.

 
¿Precios de Colombia? Pues más barato que México. No mucho más porque, como suelo decir con sorna para descubrir fácilmente a tanto farsante que justo sobrevive mientras se pega el moco de viajero, lo caro de viajar es, precisamente, viajar. Conseguir un sello de un país exótico es un cero a la izquierda cuando la pana se parte con sudor y kilómetros. Y Colombia, ya he dicho últimamente, exige mucho de esfuerzo y sudor por caminos de trocha para poder viajar. No es un destino sencillo a ese nivel, pero, ¿el lechero de que país podría dejarte acompañarle, tirado en el cajón de su camión mientras saltas en los baches de la trocha, solo por ascender a pie hasta donde falta el resuello y un paisaje idílico te roba aún más el aliento hasta forzarte una lágrima de cansancio mortal, de fe inquebrantable que tanto ha sido pisoteada? Y ahí, en el límite del delirio y derrota, aguarda el recuerdo y fantasma de la única persona que sé que habría sufrido, peleado y disfrutado incluso más que yo este tormento delicioso. Sabes de qué hablo, madre… La de veces que he rememorado aquella tarde de Cuenca, cuando te llevó la guadaña justo la víspera de entrar y enseñarte este país que me sigue robando el corazón.



El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias