Mercerreyas

Valle de la Samaria o fatiga sobre las nubes

Lunes 9 de Marzo de 2020

Valle de la Samaria o fatiga sobre las nubes


Toca madrugar porque la única buseta a San Félix, puerta de entrada al bosque de palmas de cera, parte a las seis de la mañana. Parte, y sube en una pendiente que por más que se retuerza no alcanza final. Hasta casi tres mil metros. Los jirones de nube se van espaciando y pronto quedan a los pies. Solo las crestas, esmeralda, nos observan.

 
No es un lugar feo San Félix, ni mucho menos. Fundada por emigrantes italianos, la aldea es eminentemente cafetera en arquitectura, con sus fachadas, ventanas y balcones en composición colorida, pero con un toque distinto que no sé muy bien explicar. Ni siquiera por dónde empezar.

 
Ahora bien, en San Félix ya no hay transporte hasta la zona del Valle de la Samaria, a seis kilómetros de distancia. No, al menos, en busetas. Pero sí sale la camioneta del lechero recorriendo las haciendas para recoger la leche de los ganaderos. En una tierra poblada de pasto hasta el infinito, las vacas aparecen lozanas y despreocupadas. Le echo el alto en la plaza, por recomendación de un paisano, y le pido que me haga el favor de acercarme al bosque de palma. Es un crío con aspecto bonachón. Responde que no va hasta arriba, hasta el rancho, pero que me lleva gustoso y me dejará cerca.

 
La primera parada es memorable. Ahí anda el labriego sacudiendo las ubres de una vaca. Pide que esperemos un minuto, que es la última teta que toca hoy (confío en que sea broma y su esposa tenga suerte). El chaval recoge otra lechera ya preparada, la abre y hunde una vara. Apunta el número de litros en un papel que dará al ganadero una vez éste se acerque con el último cubo. Después la levanta hasta el cajón de la camioneta y otro chico, compañero suyo, vuelca el contenido en un bidón. Humea y borbotea, huele deliciosa. El ganadero ni siquiera ha prestado atención a la medición. Es algo que me sorprende poderosamente. “¿Se fía?”, le pregunto al chaval una vez partimos. No entiende. Le digo que podía haber apuntado menos litros, engañar al otro. “No, señor. Aquí somos honrados”. 


En el cruce donde me apeo el suelo de trocha aparenta buen estado, húmedo pero sin charcos. Le largo diez mil pesos al compadre para que eche un par de cervezas y empiezo a ascender. Lo hago hasta mitad de sendero, donde asoma un puente. Ya no puedo avanzar. Están de obras y en ese vértice, hundido, el lodazal es mayúsculo. Son apenas treinta metros de chocolate, luego el camino se vuelve a empinar y, aunque embarrado, es manejable por el potrero (el lateral, pegado a la hierba). Pero la hostia que me voy a meter como ose meter un pie ahí va a ser mayúscula. Pues a esperar. Al cabo de un par de minutos aparece una excavadora que desciende. Me mira el tipo. ¿Qué sucede, profe? Le explico que no puedo pasar. Me dice que suba al carenado de la máquina, que mete marcha atrás y me salva esa treintena de metros de barro impracticable. Con franqueza, tengo muchas razones para valorar a esta región de Colombia como una de las más bellas, tranquilas y hospitalarias no solo del país sino de gran parte de Latinoamérica. Y a cada día que pasa, muchas más.

 
Arriba se me juntan tres perros y una guía de la zona. Tomo un trago caliente y le digo que mejor esperar para hacer el sendero de visita al lugar con más gente. Venían dos extranjeros (suizos, luego haré migas con ellos) en mi buseta a San Félix y no tardarán en llegar. Hasta los cojones de barro, pero llegan cuarenta minutos después.

 
El paisaje es excepcional. Desde luego mereció la pena el esfuerzo, el madrugón e incluso soportar cuatro horas de sueño a esta altitud que tanto me machaca siempre de primeras, sin tiempo de habituarme a ella. Lo hace provocando que me canse el triple de lo que haría a nivel de mar. Además, me provoca digestiones difíciles y anoche cené demasiado. Vamos, que estoy hecho un Cristo cuando empezamos a andar, pero eso se pasa pronto porque el magnetismo del entorno es sobrecogedor.

 
Este valle donde se asienta el bosque de palmas de cera es el segundo en términos de dimensión tras uno protegido en Tolima y el archiconocido valle de Cocora, muchísimo más pequeño y además muy repoblado artificialmente. No solo eso, la gente con la que he podido hablar me comenta que aquello ya está perdido por la cantidad de turistas que lo abarrotan a diario. En otras palabras, el de Samaria es el mejor lugar para disfrutar de este tipo de árbol, en claro peligro de extinción, tanto por magnitud como por variedad y edad de sus ejemplares. Pudiendo llegar a vivir más de cien años, y alcanzando hasta los setenta metros de altitud, tiene mucho de cuento de hadas verse a uno mismo recorriendo veredas junto a este milagro natural, palpando la plástica capa de cera natural que los recubre. 


Por el camino la guía nos va desgranando detalles de su función e importancia: el golpe mortal que supuso para esta especie vegetal la electricidad (obviamente, con ella ya nadie necesitaba velas de cera); la importancia de que los helechos cubran los brotes nuevos de palmas para salvarlos del sol; el hábitat que éstas representan para muchos pájaros pero, especialmente, para una especie de loro autóctono que anida en los agujeros que hacen en su tronco los pájaros carpinteros; el delicadísimo estado de conservación de la especie debido a la tala (hoy penada con cárcel),… Otro verdadero superviviente que, como tantos otros, encuentra en el ser humano a su mayor amenaza.

 
Las panorámicas son fabulosas también desde la parte inferior, hundidos en el bosque tropical donde orquídeas y bromelias se alternan para cubrir cada palmo. Pero ya no doy mucho más. Me despido de la guía y la pareja suiza y regreso al rancho. Rápido aparece “Mecha”, un perro de pelaje abundante y pajizo que no me deja ni a sol ni a sombra. A su lado desharé lo caminado. Almuerzo una sopa vegetal, duermo un rato, recupero fuelle. Y luego, al filo del mediodía, me vuelvo a perder en este paraíso natural repleto seres humildes, hospitalarios y honrados.

Recuerdo al lechero, al tipo de la excavadora, a Nelson, el dueño de la fonda en San Félix con quien compartí unas risas al llegar. Recuerdo, en definitiva, que tocarán días mejores y peores en lo físico, pero que, sin embargo, es un regalo absoluto de la vida el poder respirar, a cada segundo, vivencias en lugares así de mágicos, con tipos tan anónimos como especiales. Y eso es lo que jamás debo olvidar, por muy jodido que me note, porque ahí, justo en ese cofre, se esconde la esencia de mi ilusión.



El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias