Mercerreyas

Marsella, un payasete de ojos insondables

Sabado 7 de Marzo de 2020

Marsella

Marsella, un payasete de ojos insondables


Nunca había leído de este lugar. Tampoco lo soñé, aunque sí lo podría haber dibujado bajo el prisma de aquellos Salento y Filandia, en el Quindío, de hace seis años. Y abruma como ningún otro edén anterior. Su nombre es Marsella y Francia, créeme, queda realmente lejos.

 
Ubicado a una treintena de kilómetros de Pereira, capital de Risaralda, alcanzarlo es un breve tormento de hora y media por carreteras reviradas al límite. Después, como emergido del verdor tropical que irradian las fincas cafeteras, llegas a un pueblo diminuto donde su puñado de callejas empinadas se visten de bahareque y colores alegres en marcos, puertas, balcones y aleros. La magia del Eje Cafetero arranca aquí. Todos, sin excepción, me observan con atención. En Mecerreyes es igual con los foráneos aún no catalogados como hijo o nieto de. Una señora me para y me invita a sentarme con ella, a tomar un café. Le digo que eso acabo de hacer con un paisano, y que, agradecido, ahora no. Le resalto lo hermoso del lugar, y me responde que un hermano está casado con una española, y que, cada vez que viene, define a este lugar como un pueblo muy payasete. Me descojono porque es la definición perfecta entre tanto colorido.

 
El paisano de antes me recordaba a mi viejo. Eso no es novedad porque le veo a menudo. Quizá no tanto por rasgos como por tez agrietada, fatigada. Aquí muchos me retrotraen a él porque la raíz genética es puramente hispana, ni siquiera mestiza, nada que ver con lo africano de Cartagena o Mompox. Me hablaba de los malos tiempos, cuando recogían cadáveres del próximo río Cauca (hasta veintitrés en una semana). Y de mil cosas más. A sus setenta y siete disfruta de una bebida de aloe vera viendo pasar la vida, bajo un barato sombrero de fieltro y dentadura postiza demasiado evidente. Echo un trago a su lado, escuchando con atención, y miro fijamente en sus ojos al tiempo que habla.

 
Luego, camino del cementerio, escucho los acordes que bailan de una guitarra. No lo sé ubicar. Es Daniel Santos, me dice el octogenario (ochenta recién cumplidos, me revelará más tarde). Cuando tenía quince lo vio tocar en Medellín y, desde entonces, repasa sus temas en cada crepúsculo, con su pellejo tendido a secar al sol, pese a que la artrosis le pierda la nota. Lo hace por no olvidar, y no es el único. Habla de su guitarra con una fe inquebrantable, como si fuera un Poseidón subido a un carro de inmortalidad. Sus ojos se clavan en los míos cuando su memoria es capaz de sostener el traste con fe absoluta.

 
Humberto es de mi estirpe. Otros setenta y tres le contemplan, y se pierde cada día en un bar de penumbra que tiene mucho de karaoke. Paso unas horas tomando cerveza con él, escuchando a Perales, a Rocio Durcal, a Leo Dan, a un Rafael Orozko de quien me narra su trágico final (asesinado por celos), por momentos a Sabina. Me habla de una Barranquilla efímera, de la calle treinta, o de las vacas, y de la música que retumbaba sin cesar desde los picós, los altavoces de dos por dos que allí se estilan. Me habla de su divorcio, de su vida como mecánico, de la chica que conoció en esta misma mesa y le pegó un herpes venéreo hace un par de meses… Y en lo profundo del azabache, el brillo de sus ojos se hace diamantes intangibles. “Me has prometido que me llamarás mañana, ¿verdad? Yo dejo el taller y tomamos una cerveza”, me repitió cuando franqueaba el umbral rumbo a mi hostal. “Te llamaré. Pero Salamina espera, Humberto”. Me aúlla, al filo de lo borroso, que conoce dos chicas (ya me lo había dicho antes). Y cantamos, y bailamos. Sabrosón. Elegante. ¿Quién sabe?

 
Sucede que no es difícil vislumbrar la razón de un viaje en el conocimiento impreso al fondo de la retina de estos tipos. Ese detalle que escapa a playas, monumentos y enciclopedias. Incluso a la deslumbrante por desconocida Marsella. Fluctúa, dependiendo en quién, desde la pasión y amor hasta el miedo y la angustia. Ésta era mi búsqueda por el Eje Cafetero. Sus gentes lo son. Y yo ya no tengo prisa.


El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias