Mercerreyas

Mompox o de guayaba, borojó y corozo

Jueves 5 de Marzo de 2020

Mompox o de guayaba, borojó y corozo

“Mompox no existe. A veces soñamos con ella, pero no existe.” El general en su laberinto.  

Gabriel García Márquez.


En realidad, si lo analizas una vez admirada la arquitectura colonial, no hay mucho que hacer en Mompox aparte de sestear. Bueno, sí, deleitarte con la infinidad de zumos naturales de la más variopinta fruta tropical. Sin duda es lo mejor. El de guayaba es un clásico, pero los de borojó (afrodisiaco, dicen) y corozo no se quedan atrás. Los has de ir saboreando, aunque no lo desees en ese instante, porque es tal la humedad y calor que, a poco que te despistes echándote al sol, te pega un bajonazo de consideración. Y de intentar callejear, ya no te cuento.

 
Ayer, al bajarme del autobús, entumecido por las seis horas de carretera desde Cartagena, me llamó la atención la cantidad de moteros ofreciendo transporte. Lo hizo porque es un pueblo muy pequeño, y la parte histórica cubre apenas cuatro calles y un breve racimo de plazas al estilo de Tlacotalpan. Nada más echar a andar supe el porqué. Debo ser el único inconsciente que se menea a pie. En Cartagena, al menos, corre esa brisa arrastrada del Caribe que refresca ligeramente. Aquí, sin embargo, la presencia del río Magdalena inunda todo de humedad, pero sin aire que la amortigüe.

 
Recuerda mucho a Suchitoto este lugar. Lo hace gracias a los ventanales de reja forjada que siempre están abiertos, permitiendo al foráneo husmear en el interior de unas casas repletas de mecedoras. Se balancean allí los ancianos con esmero, como temerosos de que la pausa pudiera ser un reclamo a la muerte. Sí, me transporta a aquellos días salvadoreños, aunque falte Amy.

 
Mompox, ya digo, se parece a Suchitoto pero mucho más a Tlacotalpan. Ambas son ínsulas fluviales (la colombiana es la mayor de América Latina), y ambas hallaron la gloria como puertos aduaneros de la colonia española. Aquí se realizaba, en época de Conquista, el famoso “quintaje”, la deducción de la quinta parte de todo el oro recaudado antes de ser enviado a la Corona Española. Además, tanto materiales preciosos como cargamentos de oro se almacenaban a la espera de los galeones, por temor a los frecuentes ataques de piratas que asolaban a la costeña Cartagena. Como ya comenté, idéntico problema presentaba Veracruz y eso enriqueció a Tlacotalpan. Pero en este rincón, a diferencia de la ciudad mexicana y dado el excedente de metal áureo, se estimuló la llegada de orfebres hispanos que legaron una técnica que aún hoy se usa: la filigrana. Por supuesto, ya que el oro es un material muy costoso en nuestro tiempo, se ha adaptado esa técnica a la plata, más asequible, y, de resultas, es posible encontrar varias joyerías en Mompox con trabajos excepcionales, exclusivos de este reducto histórico.

 
Los factores citados, añadidos a su remota localización, permitieron que la falta de un severo control virreinal se conjugara para que muchas riquezas no salieran de la ciudad y se invirtieran en casonas o iglesias fabulosas. Ese mismo aislamiento evitó que su patrimonio cayera en contiendas bélicas (turbulento periodo de la República) y permitió una conservación prácticamente intacta.

 
La Ciudad de Dios, como también se conoce a Santa Cruz de Mompox por su alto número de templos y claustros, vio la luz entre 1537 y 1540 bajo orden de un hermano de Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias. Era ésta una ciénaga inmensa repleta de playones y riachuelos, y la única población nativa se reducía a un puñado de indios malibúes. Por su innumerable registro de casonas y arquitectura colonial ya fue nombrada Monumento Nacional en 1959, pero el espaldarazo definitivo llegó con su adscripción al Patrimonio de la Humanidad en 1995. La UNESCO, con certeza, definió a esta maravilla como “Una muestra depurada de la arquitectura colonial española en el Nuevo Mundo”.

 
Mompox, con todo, aún dista mucho de la artificialidad y turismo desbocado que hoy inunda a Cartagena de Indias. Nuevamente es su ubicación, a más de seis horas de los imanes turísticos norteños del estilo de Barranquilla o Santa Marta, y a cerca de doce de Medellín, lo que obra el milagro. No obstante, parece que esto pronto va a cambiar porque acaban de acondicionar el cercano aeropuerto y se prevé que los vuelos comerciales empiecen en abril-mayo. En la actualidad es posible encontrar algún hotel de capricho y hasta un par de restaurantes de diseño, pero apenas hay tiendas de artesanía (de filigrana en plata, queda claro) y todo el universo mompoxino gira en torno a la vida pausada de que hacen gala sus habitantes, de genética fuertemente mezclada con los esclavos traídos de África. Por ahí pedalean con quietud, descamisados, sobre bicicletas baratas. A veces uno se convence de ése ha de ser su único pasatiempo o estilo de vida.

 
Con el crepúsculo sucede que Mompox, al fin, se hace bien vivible. Entonces es posible charlar con sus habitantes, la mayoría todavía en la misma posición sobre sus hamacas solo que ahora éstas lucen en las aceras, a la fresca, y nunca lejos de los estoperoles, clavos de forja y origen andaluz que adornan las puertas de las mansiones. Son tipos afables y amistosos, despreocupados, tan alegres como solo los colombianos de tez negruzca puedan ser. Las cervezas Águila o Club Colombia corren por las mesas de plástico que anuncian las paleterías o tiendas de abarrotes y el lugar, entonces también, recuerda tanto a la figura de García Márquez como durante la panorámica diurna. El célebre literato reflejó Mompox en su novela “El general en su laberinto”, y la película “Crónica de una muerte anunciada” fue rodada en sus calles. No queda registro, sin embargo, de que Gabo visitara esta localidad en ningún momento de su vida, pero es innegable la atracción que sentía por ella al ser uno de los primeros municipios en independizarse de España (y de cualquier otro gobierno), además de su belleza intrínseca. Bañado de mágica luz mortecina, entre los ocres y dorados de sus fachadas, de sus campanarios, se recuerda que, efectivamente, este entorno irreal solo puede existir en el sueño más cautivador de cualquier viajero. Mañana despertaré en Mompox, volveré a Cartagena, volaré a Pereira, pero ya nunca dejaré de soñar. Refleja un dicho local que “Por Mompox no se pasa, a Mompox se llega”. Y ha de ser cierto. Ya era consciente de ello incluso antes de que una anciana me lo susurrara, risueña, antes de romper en una carcajada de felicidad. Luego me despidió, con cariño, y al volver la vista atrás ella seguía meciéndose, con ojos entornados y el rostro echado a la ligerísima brisa que, de súbito, arrastraba el Magdalena.


El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias