Mercerreyas

Santa Fe de Antioquia o la más inesperada sorpresa

Jueves 12 de Marzo de 2020

Santa Fe de Antioquia o la más inesperada sorpresa


El caso es que no he necesitado echar la moneda al aire. He bajado del bus, a eso de las diez de la mañana, en Bolombolo, a hora y media de Jardín pero equidistante de Jericó y Santa Fe, en extremos opuestos. Y cuando iba a sacar los quinientos pesos metálicos, la señora de la estación me ha aclarado el panorama. “Si quieres ir a Jericó, el único bus pasa a las cinco de la tarde. Si quieres ir a Santa Fe, pasa en cinco minutos”, así de esclarecedora ha sido mientras ya rellenaba el importe del ticket hasta Santa Fe, antes incluso de aguardar mi respuesta.

 
Y es una suerte que haya sido así. No dudo del potencial de Jericó, ni de su aspecto tan atractivo por similar al de Jardín aunque no tan desarrollado, pero Santa Fe es una preciosidad absoluta. Es justo lo que buscaba. Con franqueza, tiene Colombia esa capacidad de entusiasmar en el momento más insospechado. A mí, acostumbrado a regresar eternamente a decenas de países, esta circunstancia me parece embriagadora. Sé que en dos o tres regresos más a esta preciosa tierra colombiana esa sensación se habrá difuminado, inmune a sorpresas, pero todavía disfruto una barbaridad en localidades como ésta, lo mismo que en los mexicanos Cuetzalan o Mineral de Monte, lo mismo que subido al cajón de un camión lechero en otro camino de trocha perdido de la mano de Dios. La magia del viaje se esconde en personas, siempre, pero también en entornos sin mácula, arrastrados de tiempos de la colonia, como Santa Fe de Antioquia.

 
Llegando con tiempo, apasionado por la arquitectura, me pierdo por las calles buscando la sombra, protegido por un sombrero. La práctica totalidad de hoteles y hostales presentan las mismas habitaciones. Suelos de madera o terrazo ocre, altos techos de madera sustentados por vigas de madera, monocromía espartana, nívea, para espantar al sol. Pura herencia colonial española, distinta del abanico colorido que es la arquitectura cafetera. Sin aire acondicionado, con un humilde ventilador por toda reminiscencia a tiempos modernos. Resuena tan a añejo que solo se añora un quinqué o una vela. Acabo en un hostal juvenil por la sencilla razón de que no quiero buscar más. La cama se vertebra sobre palés, tiene piscina y cuesta igual que los demás: diez pavos al cambio. Al ir a rellenar la ficha de ingreso, chequeo la edad de la concurrencia y su nacionalidad: varios guiris (ningún español), mucho colombiano, y al más joven de todos ellos, en definitiva, le saco diez años. Me he hecho un pureta devorando hostales.

 
Entonces disfruto de un menú del día por tres euros y recorro las callejas. Me cuelo en el seminario, un soberbio convento reconvertido. El entorno recuerda horrores a Villa de Leiva, en Boyacá, pero, pese a la cercanía de Medellín, Santa Fe no parece haberse dejado llevar por las masas que desde allí se acercan los fines de semana. Me enseña un seminarista el lugar. La puerta suele estar trancada, pero he aprovechado un despiste de un tipo que salía para escurrirme por su espalda. Y una vez dentro, el chico se ha ofrecido a hacerme de cicerón. Me cuenta los nueve años que pasan allí antes de ser vicarios. ¿Párroco? No, vicario, el que ayuda al párroco. Párroco es otro nivel, me dice. Pero él no desea serlo porque requiere una responsabilidad mayor asociada a control de patrimonio, gestión de cuentas y tal. Me persigno y musito con la palma diestra en transversal sobre la frente al entrar en una capilla. Sathu, sathu, sathuuu. Recuerdo a mis padres, y toco con suavidad el suelo pidiendo protección y luz. “¿Eres budista?”, me pregunta señalando los cordeles de hilo en mi muñeca. “Solo soy una persona religiosa, el mundo y la vida me han enseñado a serlo. Si te soy verdaderamente honesto, pesan más las decepciones humanas y el dolor asociado a ellas que otra cosa. Pero supongo que, salvando las distancias, no es muy distinto a una madre o un padre que pierden a un progenitor, hermano o hijo”, respondo. “Yo creo que la gente humilde, pobre, es más religiosa. Lo he visto en demasiados países. ¿Sucede igual en Colombia?”, le cuestiono a continuación. “Es cierto. Cuando la gente no se distrae con lo material, lo asociado al dinero, tiene más tiempo de centrarse en lo verdaderamente importante: lo celestial”, zanja con una sonrisa franca. Tendrán mucha suerte en la comunidad que le toque cuando, dentro de tres años, sea asignado a su destino. Es difícil encontrar un remanso de paz, humildad y quietud tan poderoso en otros ojos, y mira que he topado con togas y túnicas en este caminar mundano.

 
El Museo de Arte Sacro, colindante con el seminario, hace de puente con la iglesia de Santa Bárbara. Y no es espectacular, ni siquiera memorable, pero sí sirve para descubrir la figura de la Madre Laura. Laura Montoya Upegui, primera santa colombiana, nació en Jericó y desarrolló su vida consagrada a la docencia y la escritura hasta fallecer en Medellín a la edad de setenta y cinco años. Aquí, en Santa Fe, vivió once años administrando tres fincas de su congregación, la orden de Las Lauritas (noviciado del Inmaculado Corazón de María). Su figura es una constante dentro de la sociedad colombiana hasta tal nivel que, incluso sin visitar Jericó, ya sabía de su procedencia porque me lo habían chivado en Jardín, relativamente cerca de aquel pueblo.

 
Zumba el sol de lo lindo y me refugio, tras comprar unas pitayas para cenar, junto a un jugo de mora mientras veo el fútbol, en plena plaza mayor. Tiene algo Santa Fe que no magnetiza, pero sí cautiva. Se ven coloridos balcones apuntalados, al borde del derribo, en unas fachadas siempre encaladas. Se ve la huella del paso del tiempo. Se intuye y aprisiona. Se ve, en definitiva, que podría ser absolutamente monumental y, por alguna extraña razón, no accede a ello. Por eso no hay aire acondicionado en la inmensa mayoría de los hoteles que tachonan su casco histórico. Parece que nadie quisiera abrir una brecha en este decorado robado a dos centurias atrás. Tiene mucho más de Salamina, Mompox o Marsella que de Cartagena de Indias, Salento o Jardín. Y eso, para mí, es una invitación irrechazable al abandono de mí mismo, a perderme en lo que ya nunca jamás podré volver a ser. Entonces me convenzo de que esos diez años que saco al huésped más joven del hostal no tienen por qué dejar de ser una invitación a seguir soñando, ¿verdad, madre?



El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias