Mercerreyas

El dilema del cerrajero

Sabado 18 de Abril de 2020

El dilema del cerrajero

«Uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede»
Gabriel García Márquez

Supón que existe un cerrajero, al borde de la sesentena, llamado Anónimo. Batallado en madrugadas de trinchera, parapetado tras estraperlo de cazalla o sol y sombra. Apenas me voy a extender mucho en su naturaleza. Imagina lo poco lustroso de su figura amoratada por efecto del alcohol barriobajero, bajo un pelo hirsuto y desmadejado, con almendrados ojos explosivos, amenazando escapar de sus órbitas. Tiembla a menudo, incluso sus dientes tienen la desgracia de sucumbir al castañetear con sonido perceptible cada vez que, de madrugada, se levanta a mear. Sus vecinos, cuando deposita la bolsa de basura en el contenedor comunitario, no tienen muy claro si él suele dejarse caer a su lado o no, cerrando desde dentro la tapa cada noche. A tenor de su olor, justifican cuando cuchichean entre ellos, parece que aquel sórdido lugar fuera su cama. Asienten al unísono cuando uno afirma que, por mediación de un amigo, y a este de otro conocido, y a aquel de un compañero de trabajo, ha llegado a sus oídos que Anónimo tiene problemas mentales. Pero un segundo aduce que, intrigado, ha hecho guardia desde su ventana más de una noche, incluso se ha encaramado de madrugada al contenedor. Ni rastro de Anónimo. El hedor que desprende, de resultas, no puede tener nada de impostado. 


Anónimo no tiene muchos ingresos, y los pocos que tiene se van entre su afición a putas, alcohol y los cuatro regalos que le hace permanentemente a su hija, por encima de que su exmujer pretenda que se aleje de ambas definitivamente. Tampoco ella soporta su hedor; a su hija, sin embargo, no parece importarle siempre y cuando la nutra de caprichos y algún billete ocasional. No deja de insistirle, en privado, que se duche y compre ropa nueva. Y Anónimo suspira enternecido porque acaba de deslizar, con disimulo en la mano de Cristina, los cincuenta euros de la última puerta que abrió hace tres días. Ya no le queda dinero. Quizás con la próxima cerradura. Mañana o pasado.

 
Al día siguiente acontece un problema. También el siguiente. Y sucesivos. En tres semanas está escuálido, arrastrando su pellejo mientras saca una bolsa de basura cada vez más ligera. Las aseguradoras ya no le llaman. Sobrevive gracias a yogures caducados. Se han olvidado de Anónimo y su situación, por patética, llega a conmover a ciertos vecinos que vuelven a murmurar en corrillos sobre la conveniencia de darle comida. Lo hacen a cierta distancia unos de otros. En un hilo de voz que se filtra tras mascarillas. Ha llegado el Coronavirus. Si nadie sale de casa, nadie puede olvidarse las llaves dentro. A esa conclusión llegan para justificar el deplorable estado de su vecino. Necesita ayuda. Silencio. En eso han convergido y, acto seguido, se giran y regresan al hogar. Desde que empezó la epidemia trancan con dos giros de llavín las puertas de sus casas. Siempre dejan la llave metida por dentro. A ver quién se fía de Anónimo. En su fuero interno ya se han desprendido de la careta social y solo les queda su podredumbre.


Desconocen, no obstante, que la policía ha llamado a nuestro protagonista. Antes recurría ocasionalmente él. De un tiempo a esta parte el teléfono no ha parado de sonar. La pasma le requiere para trabajos sucios. Anónimo, pese a su olor nauseabundo y aspecto escuálido, es capaz de abrir puertas detrás de las cuales se sospecha que quedan cadáveres de ancianos. Y cuando no es un picoleto, es un familiar del fiambre quien recurre a él. Ambos por el mismo motivo. Hay cuerpos infectados en el interior de las casas. Anónimo lleva días tosiendo. Debilitado. Febril. Su andar achacoso no es por falta de nutrientes, sino por falta de oxígeno. Las noticias escupen esa mierda a cada rato. Él se convence asimismo de que no, esto no va con él. ¿Cuántos catarros llevo este año? Pronto pasará, se conjura a sí mismo. Como el anterior.


Anónimo es consciente de tener que decidir entre no comer o contagiarse. Y decide lo primero. Por su hija, no por él. Lo jodido no es abrir una puerta exterior, lo punzante radica en que muchos cadáveres están encerrados en baños o habitaciones interiores. Suena el teléfono, pero esta vez contesta. Conoce al interlocutor. Se lo cuenta a su único amigo, al otro lado de la línea, con resignación bíblica. No quiere entrar en ninguna casa. Tiene miedo de quién puede habitar allí, contagiado, esparciendo el virus en cada palabra pronunciada. Lo resume como un palangre, botado en alta mar por la parca, a la espera, impaciente, de que los anzuelos se llenen de bocas ensangrentadas como almas por recaudar. Tiene miedo de palpar el más mínimo reducto de virus. Un pomo, una manilla, un destornillador apoyado en un suelo infecto,… Cree que tiene tiempo, que vendrán tiempo mejores. Es un iluso. Su amigo, que le justifica y anima, otro. 


Esa noche tira la última bolsa de basura, pero nadie regresa a su hogar. Anónimo, extenuado, se deja caer. Desconoce que Cristina empezó antes de ayer a toser levemente, con idénticos síntomas, hasta que el paracetamol y su sistema inmune la devolvieron al espejo donde su imagen perfecta, enfundada en unos Levi´s a estrenar, lucía espléndida. Una perfecta noche de sábado para ir la discoteca, a brindar con sus amigas. Le tira un beso y una sonrisa enigmática a su reflejo. Ni padre ni hija están al tanto de que que la oronda cajera de la tienda de ropa que cogió aquel billete de cincuenta euros, hipertensa y diabética, yace un una UCI del hospital provincial con pronóstico sombrío. 


Cinco minutos después del último suspiro de Anónimo, alguien abre el contenedor, por décima vez en los últimos meses, antes de echar a correr hacia el portal. Vomita antes de llegar. Y, acelerado, marca el número de emergencias mientras su mujer, abrazándole, trata de pedirle que le cuente qué ha visto. Trata de tranquilizarle desesperadamente. Él describe un cadáver de cerrajero hecho un guiñapo entre bolsas negras. Si ya decían que estaba mal de la cabeza, dice enfurecida por el disgusto de su pareja. Y encima queríais llevarle comida, sentencia con aspavientos. Ella no adivina que el frenesí de su marido radica en que se ha bañado en unos ojos inertes donde pesaba más la pena que la infección vírica. Tampoco comprende que allí se reflejaba un anciano de ochenta y cinco años cuyas cenizas acababa de recoger Anónimo. Era su padre. Su madre, enferma terminal, no pudo ir a rezar un padrenuestro junto a su marido. Y de escarbar un poco más vería que el piso de Anónimo ha quedado recogido, todo empacado, porque el cerrajero, incapaz de pagar el alquiler, iba a ser desahuciado. Sin saber a dónde ir, por miedo a poder infectar de su «catarro» a su madre (hasta el final seguía convencido de lo ingrávido de sus síntomas), acaso un contenedor era la mortaja menos indigna… Un mes después, vecino y vecina serán los pacientes cuatrocientos doce y cuatrocientos trece en el recuento semanal de camas de intensivos del hospital universitario.

 
La realidad que vivimos, y a mí es algo que me subyuga hasta cierto nivel, nos lleva a navegar en nuestro interior para someter los embates emocionales que nos surgen, muchas veces contradictorios, y asumir a cuál nos aferramos. Eso, por doloroso que parezca, se llama empatía y ética. Y la introspección, el choque de emociones que vivimos a nivel subconsciente cada vez que leemos una noticia sobre el Coronavirus, tras un mes en tensión y cárcel, debería ayudarnos a forjarlas. Es probable que, a nosotros, cuarentones o cincuentones, no nos pille con tanta urgencia, pero es indispensable que nuestros jóvenes veinteañeros, acunados con mimo incluso hasta hoy, entiendan que enseñan más una derrota de cárcel suave que cuarenta días tumbados al sol en la playa. En cada uno de esos rostros imberbes con que me cruce mañana, puedes creerlo, hallaré un cerrajero anónimo. El sacrificio, por definición, no entiende de teorías sino de prácticas dolorosas. Y, como esta, tantas y tantas lecciones vitales que precisan de llanto y no de pedagogía. Siempre he sido muy crítico con los adolescentes occidentales en contraposición a los de países tercermundistas que han de abrir los ojos, cada madrugada, con un nudo en el estómago que les obliga a deslomarse para comer y salvar otro día. Por desgracia ninguno tuvo jamás la opción de ser un cerrajero anónimo, ni tampoco la fortuna de poder elegir entre comer o contagiarse de un virus. Ojalá no se hallen más cadáveres asesinados por la pena en ningún otro contenedor de basura.

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

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