Mercerreyas

Ubon a medida o reo de la moral

Sabado11 de Abril de2020

Ubon a medida o reo de la moral

Fundo el rostro endurecido contra mi reflejo distorsionado en la ventana, incapaz de amortiguar la tensión que afila mis labios, mejillas y hasta pestañas. Otro día de reclusión en una cárcel de cristal. Odiado hogar, enésima blasfemia. Podría, acaso, mirar al cielo y partir en sueños relamiéndome de nuevas travesuras. Las certezas de ayer se han vuelto incógnitas desabridas de futuro que callan, desesperadas. No obstante, y es una fortuna, mi sillón aún no ha dejado de ser novedad cuando mis huesos se alimentaron de pasado frenético. Dentro de la vajilla hecha añicos que parecen hoy, no es difícil respirar hondo, risueño, antes de cuadrarme feliz en un instante. Ayudan sobremanera los portazos súbitos con forma de curvas y miel femenina que ya ventilaron lo nauseabundo. ¿Dónde me quedé? Apoyo el portátil sobre mis piernas y arranco. Empiezo a teclear mientras la Polichinela que llevo dentro susurra potenciada. Pronto oscurecerá. Desgrana aquellas locuras tan puras que una sola de ellas, que además no terminó como debía, resume lo demás. Contaba, antes de que al fantasma de Aute le diera por burlarse de mi persignar, cierta historia en Ubon… ¿Pero dónde coño me quedé? Suspiro. Arrancaré de nuevo. 


Tailandia. Urbe populosa del nordeste. Diciembre de dos mil diecinueve. El “frío” climatológico de un Ubon Ratchathani a quince grados. Su ambiente desangelado en consecuencia. Decido deshacer andando los dos kilómetros desde el aeropuerto donde acabo de aterrizar hasta el hotel y, en el intervalo, hago un alto para comer un poco en un restaurante desangelado, con mi sombra como único segundo comensal. Llego al destino, check-in, tiro la maleta y bajo a recepción. Mi cuerpo agitanado, desbordado como un río de entrepierna en plena inundación, buscando una cura en forma de besos de surtidor.

 
-¿Y aquí dónde está el ambiente?-. Entre tailandés tosco e inglés, le disparo al chico de recepción. Es un joven con aspecto taciturno, entrado en carnes, pero que se despereza con la rapidez de un bólido en cuanto olisquea negocio. -No hay ambiente. Hace mucho frío (“quince grados y esta gente congelada”, pensé al salir del aeropuerto, “como para meterles un enero burgalés”). A un kilómetro hay una zona de bares y karaokes. Hay hasta una discoteca. Se llama Anaconda. Pero si quieres un masaje en tu habitación, te lo busco-. Respondió relamiéndose. -Prefiero solo tomar un trago-. Mentí como un bellaco, interesándome en el mapa que sacaba para indicarme hacia dónde debía andar.

 
Estaba en lo cierto. Lóbrego se queda corto para definir el ambiente. Bares vacíos de solemnidad; karaokes donde, por una vez, la oscuridad no tenía que esconder besos furtivos o sobeteos que prometían gloria horizontal. Y una disco medio animada, cierto es, que recogía a todos los escombros noctámbulos de mi calaña. Conscientes al unísono de que, flipa, por una vez Tailandia se resumía mejor al calor de cuatro paredes y una banda que, por cierto, a la segunda cerveza me convenció de que no desafinaba demasiado. Pero mi rabo ya se había aburrido (o cocido, “tanto monta, monta tanto”).

 
Regresé al hotel. Y el joven de recepción, empático, volvió a sugerirme su disponibilidad para buscarme tema. Que las noches sin masaje no son iguales. Que el masaje normal eran quinientos bahts por dos horas, y “el otro” mil quinientos. “Qué otro”, solté haciéndome el despistado. Se hizo un breve silencio incómodo, pero en la inmediata expresión de su rostro se podía leer: “el que estás buscando, chocholo”. Si lo deseaba, me sonrío con picaresca, podía elegir entre el catálogo de fotos de chicas que tenía en el móvil. Sin embargo, mustio, desistí de inmediato al tiempo que recogía la llave del mostrador. Me piré a dormir, más con la vista puesta en Chong Mek, próxima estación. 


El triángulo esmeralda, a diferencia de hacía unos años, había perdido ciertos caprichos a cambio de lucir un templo de postal. No dudo que, en el intervalo, ha salido perdiendo. Lo digo porque el templo Sirindhorn es tan fascinante como la era una recogida escena nocturna plagada de chicas laosianas, un par de discos e idéntico número de karaokes. Uso el pasado porque esta, simplemente, se había esfumado. No cerrado un par de garitos o cambiado de ubicación, no. Estaba todo clausurado a cal y canto, sin alternativa próxima. Y mi cuerpo agitanado, relamido de la derrota en Ubon, se vio a sí mismo, un día después, deshaciendo los cerca de cien kilómetros hasta la gran ciudad, so pena de enamorarme del brindis con mi calco desprendido desde el espejo del baño. Pueda que aquella oferta del joven de recepción, bien pensado, no fuera tan mala idea. 


Y allí seguían ambos, recepcionista y ambiente templado que barría las calles de alegría y marcha para arrastrar, en su soledad, mi cuerpo jotero. Tampoco iba a desistir tan pronto. Ni me anduve con rodeos una vez entré en el hotel. 


-¿Me dejas ver a las chicas del teléfono?-. Traté de que aquello sonara más a indiferencia que a la súplica soterrada que encerraba. Se desperezó el chico, se atuso el pelo, colocó el móvil sobre el mostrador, lo giró hacia mí y empezó a pasar. -Y, por cierto, ¿cómo sé cuál es de quinientos y cuál de mil quinientos?-. Rematé. -La mayoría hacen uno u…-. Empezó a decir. -Espera, espera-. Le corté en seco-. Esta. ¿Te pago a ti?, ¿a ella?-.

 
La miró de soslayo y asintió sin ningún atisbo de emoción. Alargó la mano y le extendí la pasta. Que en diez minutos ella llamaría a mi habitación. Receloso que es uno, subía las escaleras dudando de si me mandaría a la chica de la foto o a cualquier amiga. “Mientras no me mande a un travesti”. Había guardado bien las facciones del rostro, y tampoco me parecía una mujer fácil de olvidar dada su belleza.

 
Resquemado con el tute, con la caminata desde la estación de buses, con la humedad,… Sudando de lo lindo pese a la supuesta “ola de frío”. Tenía los pies resudados. Me quité los zapatos, los calcetines, y los tiré al balcón. Nada romántico se podía esperar con ese tufo. Puse una luz tenue, almibarada. Me deshice de la ropa, que metí en la bolsa para la lavandería, y me di una dicha templadita, deliciosa. 


Justo cuando salía del baño, con la toalla en la cintura, llamaron a la puerta. Era la chica. Exactamente ella (suspiro de alivio). Y no hablaba ni papa de inglés, pero con mi tailandés torticero podía bastar. En ese punto se desató una conversación que aún hoy me hace reír a mandíbula batiente.

-Hay un problema-. Me dijo con gesto serio cuando cerró la puerta y se puso frente a mí. -No entiendo-. Exclamé en voz baja, confundido. -Tu eres extranjero. Y los extranjeros la tenéis muy grande. Así que son dos mil bahts-. Soltó con determinación. -Pero yo la tengo pequeña-. Aduje. -Eso no lo sé-. -Puedes tocarla-


Se aproximó a mí con resolución. Me colocó los labios carnosos a un centímetro, con la vista fija en mis pupilas y empezó a palpar en mi entrepierna. Sin miedo, con suavidad. Aquello tenía tintes kafkianos, y me estaba poniendo colorado.

 
-Tienes razón. Es pequeña. Pero siguen siendo dos mil-. Musitó al tiempo que me imprimía un beso prolongado. Dulce y húmedo. Cálido.

 
Desconozco cuántas veces se me han inflado los cojones en ese país, con independencia de la situación. Pero esta también suma. Suspiré enojado. “La jodida codicia tailandesa. Ainsss, ¡qué país!”. Y uno es presa de su moral: precio pactado, precio cerrado. Le respondí que esperara abajo, que me vestía y la veía en recepción. Al principio parecía un poco confusa, pero de una sacudida se giró sobre sus talones y cerró la puerta con sigilo. Al bajar, no obstante, ya no estaba. Había mil quinientos bahts sobre el mostrador, y el joven recepcionista humillaba la mirada.

 
-¿No eran mil quinientos?-. Le dije con indisimulado enojo. -Las chicas tailandesas-. Balbuceaba. -Ya sabes cómo son con los extranjeros-. “En realidad siempre lo he tenido claro. Por eso no acepto los cambios de guion sobre la marcha”. Recogí la pasta, pegué un portazo a la puerta de la habitación, apagué esa bombilla anaranjada que tanto prometía y en un santiamén caí dormido, pese a cuánto refunfuñaba.

 
Al día siguiente, bien temprano, seguía encabronado. Saqué muda nueva, me vestí y me piré a la estación de buses. Pasaba de Ubon olímpicamente. Quería volver al Mekong que la víspera dejé atrás en Chong Mek. No tenía claro si ir a Mukdahan o hasta Nakhon Phanom. Imagino que volví a recurrir a una moneda al aire, es lo habitual cuando dudo. Salió Mukdahan. Reservé un hotel por internet durante el trayecto, hice el check-in y me tiré en la cama al filo del mediodía. Algo no iba bien. Repasé los pasos dados, tanteé los bolsillos del chaleco -todo en orden-, saqué la cartera del bolsillo… Entonces abrí la maleta y lo entendí. Me descojoné yo solo a mandíbula batiente. Pesaba menos, y eso, cuando llevas apenas diez kilos de ropa, se acaba notando. ¡Salí de Ubon con tanta prisa por la mala leche que olvidé los zapatos y calcetines en el balcón! En ese instante, como un destello fugaz, me vino a la memoria la secuencia de los hechos vividos hacía unas horas. No solo no eché un polvo con una mujer cañón sino que, además, perdí el calzado. Honestamente, creo que aún se preguntan en la recepción del Hop-Inn de Mukdahan a qué demonios se debían tamañas carcajadas. 


Al fondo, hoy como ayer, el cielo atenúa su extravío o hipnótica cadencia algodonada. Vestido de lirio, herido de nuestro anhelo de libertad. Sin sangre crepuscular. En el preciso momento en que amaine, reencarnado perro sin Dios o ama, volveré a lo largo y ancho del mundo a esa luna plateada que hoy solo se anhela, llorada al fondo de barrotes tan vitriólicos como mis pupilas tras casi un mes de desesperación. Arranca a llover en lágrimas dispersas. Y esto acaba de empezar.

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

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