Mercerreyas

Mecerreyes desnudo o la orilla donde se matan empatía y cariño

Jueves 23 Abril de 2020

Mecerreyes desnudo o la orilla donde se matan empatía y cariño

“… porque en mi pueblo no se da demasiada importancia a las cosas y si uno se va, ya volverá; si uno enferma, ya sanará; y si no sana, que se muera y que le entierren. Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los rastrojos. En las ciudades se muere uno del todo; en los pueblos, no; y la carne y los huesos de uno se hacen tierra, y si los trigos y las cebadas, los cuervos y las urracas medran y se reproducen es porque uno les dio su sangre y su calor y nada más.” 

Viejas historias de Castilla la Vieja. Miguel Delibes 


Anoche subí al desván con el tiento de quien se fía de unas cerillas, entre telarañas y peldaños ajados que crujían con suavidad. En el recio invierno, ese resquemor de la madera ha de ser incluso más estridente. Palpé en una estantería, bajo la tenue luz que reverberaba sobre los lomos y los escalofríos propios de mi piel desnuda, para dar con lo que buscaba. Entonces volvieron a crujir mis pisadas, cerré la puerta con suavidad y soplé, apagando la llama, con exacerbado miedo irracional ante el inminente vacío. Volvió el escalofrió en sentido inverso. Desde arriba hacia abajo, típico del terror. Será que nunca me acostumbré a la oscuridad absoluta.

 
Anoche releí, hasta las seis de la mañana, aquellas historias de Cayo y su disputado voto. También las de Isidoro, envuelto en viejas historias de esta Castilla que, a base de insistir por parte de esta calamidad de políticos, hoy conseguirán hacernos creer que nunca fue joven; y mañana que, de hecho, solo existió en nuestra imaginación. Y lo hice porque Mecerreyes, a diferencia de cualquier otro lugar del planeta, es un lugar inmejorable para vivir o morir. Ser consciente de esa invaluable virtud, por suerte, es patrimonio exclusivo de quienes hemos mamado de sus calles, sus bosques y sus gentes. O, acaso, de aquellos quienes devoramos de jóvenes las lecturas de Miguel Delibes en el breve tramo de un autobús, un cambio de clase, un café a solas o la enésima madrugada de páginas multiplicadas, sin la mala conciencia de saber que, una vez más, solo dormiríamos cuatro o cinco horas antes de que sonara el despertador. Cuando eres un crío te puedes permitir vacilar al reloj. Y entonces, en un momento dado allá por finales de julio, el sortilegio se hacía realidad bajo un calor sofocante de verano. Entonces asumíamos que al Bardal, las encinas, la chopera, y hasta La Mambla y La Muela, ya las conocíamos de mucho antes solo porque a un anciano de Valladolid le dio por dibujárnoslas con una prosa recia y austera; sencilla y tierna. De pueblo. Castellana.

 
Anoche, en este Mecerreyes, en esa alborada de veintitrés de abril de dos mil veinte, bastaba una línea de Delibes para comprender que su esencia radica en sus ancianos y su saber. Es probable que siempre fuera así, pero en esas horas brujas uno era doblemente consciente del drama porque aquí el colegio ya no existe. Los cuatro o cinco niños censados han de ir a Lerma o, quizá, Covarrubias. Y es una tragedia porque esos críos, además de un guiño al futuro, son alegría y vitalidad. Inconscientes e impulsivos, viscerales como lo hemos sido todos hasta para elegir de quién nos enamoramos antes de llegar a los quince (por más que, si te salen bastos, necesites años para purgar penas hasta el infinito). Ésta es la radiografía y tiene compleja solución. En ello pensaba cuando he cerrado el libro. Entristecido. 


Esta noche, no obstante, me volverán a llevar los demonios. No por la melancolía, que lo preferiría, sino por la injusticia. ¿Acaso no se han ganado nuestros mayores el poder de decidir cómo despedirse? Que no son niños, sino abuelos. Son perfectamente conscientes de la amenaza, y son igualmente conscientes de que su huerta está libre de virus. La posibilidad de cruzarse con alguien rumbo a ella o en un pequeño paseo, por desgracia, es cero. ¡¡¡Qué más quisieran ellos!!! Hay que ser muy mezquino para frivolizar intentando engañarles con lo contrario, con supuestas medidas de confinamiento para protegerles… ¡¡¡Como si ellos no supieran hacerlo!!! Se llenan los periódicos, nutridos de la boca sucia de nuestros políticos, sobre necesidades emocionales y físicas de nuestros críos. Y es justo. Pero, ¿se han parado a pensar en cuántos mayores están diagnosticados de enfermedades coronarias o pulmonares? ¿Imaginan cuántos de sobrepeso e hipertensión? ¿A alguien le ha dado por calcular cuántos y cuánto necesitan pasear para preservar su salud, infinitamente más que un niño? ¿Acaso ni uno puede entender que esas necesidades infantiles están elevadas al cubo en caso de los ancianos, especialmente en el noventa por ciento de esa “España vaciada” donde los supermercados y farmacias pillan a varias decenas de kilómetros de distancia? Intuí que esto adquiría tintes de genocidio controlado, con un claro objetivo en ancianos. Ya lo escribí. Y a cada día que pasa, mientras continúan “obviando” este sinsentido, más claro lo tengo. Ya no es que los burócratas de mierda les condenen negándoles despedirse mirando al cielo o la mano de su vástago, es que encima os embaucan con los hijos y suspiráis aliviados porque, como padres, vais a trincar largos paseos con esos nietos. A Mecerreyes no lo están matando ellos, lo estamos matando nosotros, incapaces de entender que el amor no sigue un orden descendente sino universal.

 
Esta noche volveré a recuperar el rostro de Rojis, Moi, Ángel, Joaquín, Fortuna o a Lauren. También de mis difuntos padres. Capaces de subsistir con un kilo de lentejas durante quince días. Todos sin excepción. ¿Cuántos políticos, analfabetos tras títulos académicos pagados con vasallaje, podrían hacerlo si les sacas de su urna de cristal? ¿Cómo pueden articular medidas los políticos si son incapaces de valorar esta España rural que jamás se preocuparon en entender para aprender de ella? Y lejos de asumir la suficiencia absoluta de estos vecinos estoicos, moral y humana, olvidan su virtud como si no se la hubieran trabajado en tiempos de a gramo y estraperlo. Ellos jamás van a protestar. Si solo un político hubiera empleado un mínimo de dignidad en informarse y respetar a esta tierra yerma, sabría que la parca es, para muchos nonagenarios y nonagenarias de viático inminente, una agradable compañía con la que conversar durante el próximo trayecto. Se irán sin abrir la boca porque su sufrimiento, que debiera ser una lección, ha pasado a ser una leyenda de abuelo cebolleta para niños que suspiran por una dosis de calle. Su padre, asesinado; su madre, asesinada. Esquejes de tiempos de postguerra que se descojonan, encogiéndose de hombros, de un virus que hace tiritar a quienes no tuvieron que tragar con las lacerantes lecciones de la universidad de la perra vida. No solos, con cinco, seis o siete hermanos. Y rebusca garbanzos de sol a sol en campos reventados donde veinte granos, al cabo de horas, es un botín. ¿Pero quién cojones os dio de mamar? Castilla no se muere, ya hace tiempo que la han descabellado esos urbanitas de glamour impostado. Y qué va a pasar cuando nadie sepa para qué sirven las flores del sauco en infusión, ¿verdad, Miguel?

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

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