Mercerreyas

Extremaunción o ese imperceptible recuerdo acuoso

Sabado 4 de Abril de 2020

Extremaunción o ese imperceptible recuerdo acuoso

"Quien pone reglas al juego 
se engaña si dice que es jugador, 
lo que le mueve es el miedo 
de que se sepa que nunca jugó.” 


“De paso”. Luis Eduardo Aute

«Por qué se para la gente
Nada más la ven (de) pasar
Porque es la alondra valiente
Que alza la frente y echa a cantar»

«Campanera». Canción de Monreal, Murillo y Naranjo


Igual hacía de solenoide invisible. Uno inmenso, tan poderoso como aquellos que imantan desde acordes subconscientes, letras relampagueantes, huidizas del desespero. Lo creas o no, cualquier canción que se abrazó al corazón de tu adolescencia ejerce idéntica función. Inolvidable, perturbadora. Más, incluso, si lo hizo acompañada de unos primerizos besos enamorados (los últimos aún no han caducado). Este viejo conocido de apellido Aute, como buen especialista, se agita en mi pasado y en su resuello fibrila un adiós necesario por incomprendido. Justo cuando el planeta gime. Justo al albur de latido desacompasado. La complicidad que me envuelve en gesto tragicómico tras leer la noticia de su deceso, disfraz temporal de este ser atribulado, es lo suficientemente esclarecedora. Acaso, quién sabe, bastaba su arte para olvidar, por una décima, que una exhalación mundana podrá cercenarnos de su superficie, física o emocional, antes de reducirnos a marchita historia. En los anales del tiempo, seguro, asomaremos como una especie orgullosa y olvidadiza. Orgullosa no, soberbia por naturaleza. Y, consecuencia de lo anterior, olvidadiza de quién manda aquí. Acaso solo los poetas son conscientes de ello. Y seguro, que no te quepa duda, Aute era un esqueje de esa estirpe. Por eso hasta en su despedida ha sido consecuente con el réquiem vírico que nos acecha. En el interior del alma es una certeza que ser condescendiente con la Pachamama y sus azares es pábulo de enamorados suicidas o poetas en desuso.


Igual él puede presumir en una tierra que le será tan leve como el recuerdo de su trabajo, almidonado bajo lisonjas de esparto reconvertidas en terciopelo tal que jamás importó si las cuatro y diez eran de la madrugada o la tarde. Cruje la agonía, un destello de honestidad: yo también me lo llevo puesto. A mí, como a él, que me registren. Que la muerte, como a otra poeta de setenta y seis, me afile la guadaña con suficiente recompensa al fondo de abismo feliz. He vivido y viajado, he amado a la mujer que deseé, he compartido tanta felicidad con mi corazón que, en realidad, no tengo ni una queja acerca de la intensidad de mi vida. La existencia es todo lo que transcurre entre lo que deseamos hacer y no nos atrevemos. Si, a estas alturas, debemos trocar la heroicidad de los anónimos que se van en silencio tras la bata y mascarilla de quienes les consuelan, es que este viaje nunca mereció la pena. Yo sí me enorgullezco de otra poeta que se apagó con setenta y seis; yo sí sé que cuanto mereció la pena radica en que las reglas del juego parten de cada uno.

 
Acaso, básicamente, el mensaje de poetas es ése: no dejes para mañana lo que sueñes hoy. Porque somos efímeros, y solo hay una cosa más terrible que traicionar a los que te rodean: traicionarte a ti mismo. Solo los cobardes sienten pena ante el panegírico que glosa la vida de una persona que murió haciendo lo que amaba. Solo ellos. No concibo un deje de aflicción capaz de repasar el ímpetu de nuestros poetas de setenta y seis. Y, si por asomo lo cuadro, mis manos vacías, preñadas de pasado, son mi única mortaja de futuro. Quiera Dios que, a raíz de este torbellino que nos agita emocionalmente, sepamos empezar a observar esas esquelas con la admiración que merecen, incapaces de generarnos ninguna clase de remordimiento porque nosotros, a nuestra manera, también peleamos por alcanzar esos sueños. El descabello, tiene su aquel humillante que un virus nos lo recuerde, brota y muere en nuestro corazón. El resto, por descontado, es solo ficción.

 
Sin igual o acaso. “Las ilusiones perdidas son verdades halladas”, escribió Multatuli, quien en su seudónimo cargaba la penitencia. Ya no hay dudas ortográficas que valgan: no cejarán en su empeño, después del virus con mayor ahínco. Los poetas se van, la escoria humea porque va a barajar otra vez para repartirte los mismos naipes marcados. Irán a degüello. Te venderán, reo del sistema, que eres tan esencial en esta obra miserable llamada capitalismo como el encargado de la tramoya. Pero hoy, ¡que se jodan!, los poetas de setenta y seis esgrimían la última sonrisa al filo del telón. En silencio, marchitos, hechos un ovillo sobre una silla de mimbre. Aullaba la despedida sin necesidad de persignarse: si la felicidad es el corolario de vivir, que mi extremaunción sea, entonces, un cociente despreciable. Alcanzaré, asido a su mano, un nuevo albor en que no desee morir y, al mismo tiempo, tampoco pelearé por apaciguar (menos aún soliviantar) la urgencia por vivir. Ese día, seguro, quiero creer que recordaré este confinamiento antes de vestirme otra sonrisa y volver a echar mi pellejo al mundo, en la franca confianza de que la extremaunción es, de hecho, un imperceptible recuerdo acuoso del ayer. Si Aute y mi madre lo hicieron, yo no voy a ser menos. Y entonces, confuso o atormentado, me resigno a creer que no exista océano con mar arbolada capaz de acunar tanto tormento… “Tantas hostias sobre el corazón me impedirán llegar a tus setenta y seis o los de Aute, ¿verdad, madre?”, sigue insistiéndome la (sin)razón. Pero en este preciso instante, confabulados los tres, otros tantos cojones me importa.

El Autor

David Botas Romero

Viajero imparable

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