Mercerreyas

Poprad en olores, Poprad en colores

Miércoles, 19 de junio de 2013
S1050018

Arrecia la lluvia. La tormenta se desata y engulle un bus desde donde ya se divisa Poprad, flanqueada por los soberbios Altos Tatras sobre los que se enroscan las nubes con decenas de cortinas de lluvia que se adivinan a sus pies. Las gotas estallan sobre la tierra quemada, se funden en un calambrazo y forman finas gasas de vaho que se disipan en llamativas espirales al paso del vehículo.  El olor a geosmina inunda los alvéolos y llega casi a provocar náuseas, pero es adorable, tiene ecos de tormentas de verano en Burgos hace tantos años, llama a volver a la niñez, a sentirse vivo, y sirve para barrer la congestionada bruma cocida en este bus a reventar de personas. El olor a geosmina, el olor a hierba recién cortada, el olor de los tilos en la plaza central de Kosice, el olor a madera resecada en retablos impecables, los campos plagados de árnica y amapola, los helechos arrebujados a la vera de cualquier reguero… son sensaciones, estampas que ya pertenecen a la memoria de nuestro viaje por Eslovaquia. Cuando vuelvan a surgir, por cualquier latitud, siempre habrá un reclinarse en el asiento y una mueca de sonrisa porque Eslovaquia de nuevo será vívida por unos fugaces instantes de ojos cerrados y paladeo armonioso.

Entonces, una vez en Poprad, aún más. Hay fragantes pensamientos morados, turquesas, gualdas… que adornan las macetas encaramadas sobre las farolas a un par de metros sobre el suelo, también muchos pares de ojos, destellos fugaces, de colores imposibles en iris radiantes por claros, propios de espectros. A la noche, en la cama, cuando caen los párpados, esos ojos vuelven a desfilar y son como fogonazos de un soldador quemando varillas. Se amplifican o atenúan, saltan entre rostros de eslavos nacarados o gitanos, tez de hollín. Y siempre pasa un buen rato antes de que se pierdan en la oscuridad, hasta la siguiente noche en que regresan renovados por los nuevos cruces de miradas centelleantes de hace apenas unas horas. Ojos que no son de este mundo. Día tras día, noche tras noche en tierras eslovacas. Además cohabita el negro de los cuervos que campan a sus anchas en Poprad. De noche se acercan bandadas gigantes de ellos al parque colindante de la pensión, duermen posados sobre las ramas de los gigantes tilos no antes de graznar incesantemente como ahora que escribo estas líneas. Son seres tenebrosos, forrados de un mal augurio, preñados de leyendas macabras. Luces y sombras en Poprad…
Sombras y luces también en el caminar turístico. Ayer la vieja bruja a cargo de la iglesia de madera de Kezmarok pretendía robarnos cuarenta euros por sacar unas imágenes del interior. Amablemente le tendí las entradas recién adquiridas y le pedí que nos devolviera los seis euros de los tickets. Las extorsiones no tienen cabida en mi concepto de viaje. Allí se quedó farfullando al tiempo que yo me acordaba de la puta que parió a los gestores de dicho templo, ella incluida por su soberbia e intolerancia, encaminándome a la oficina de información a poner una queja. La luz, el envés de la moneda, la anciana del soberbio santuario de Svaty Kriz, sin problemas para grabar y encima nos ha regalado un par de postales a cambio del euro por barba que cuesta la entrada. Fotito entrañable con ella de recuerdo.
Se calman los carroñeros enlutados, duermen con seguridad, se apagan con ellos las resonancias a Poe o Lovecraft, y a nosotros nos llega la hora de acompañarlos en la calma y el silencio. Mañana Poprad habrá quedado en el recuerdo. Las montañas, las iglesias y, seguramente, las miradas de ojos turbadores tendrán su análogo a ochenta kilómetros de aquí, en Polonia, en Zakopane, ecuador de la ruta. Seguramente.


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