Mercerreyas

Leyendas, recuerdos (extracto «Río Madre»)

Lunes, 4 de julio de 2016

Phnom Penh

Phnom Penh

Un anciano por las calles de Phnom Penh…

Dormitaba en el bus, varias horas de viaje me esperaban. Más allá imaginaba que relucían las poderosas montañas Dangrek, las mismas que escondían mi pasado hogar. Soñaba con Thong, su desdicha, su porvenir, su juventud truncada por una explosión. Un anhelo de libertad, siempre batahola incesante, parida al unísono desde lo más profundo de la garganta por multitud de mujeres que algún día dejarán de ser hueso, porque aquí aún siguen siendo costilla. Una triste realidad que se desnuda, a conciencia del viajero, en un tema de a diario.
Se entremezclaba en mi estado etéreo, inducido por el traqueteo de la máquina, la leyenda que una vez me contaba un anciano por las calles de Phnom Penh. Una historia que narra la dureza de nacer mujer en esta sociedad, un hecho con implicaciones similares en muchas culturas asiáticas. Soñaba a ratos dulcemente, ajeno al suave vaivén del bus, a ratos envuelto en sudores de pesadilla cuando Thong se aparecía en mi película difuminada en la figura de ese anciano jemer con el que paseaba por el boulevard ribereño de Phnom Penh, a orillas del Tonlé Sap, al tiempo que me dirigía, en ese sueño, a ponerle un loto al Buda de Wat Phnom.
Hubo un tiempo en que todo era distinto y, en un pueblo ya olvidado, habitaba un pobre pescador junto con su mujer. Mientras éste reparaba las redes y ponía en orden la embarcación era la mujer quien apañaba la pesca del bote del marido valiéndose para ello de un cesto lleno de agujeros por el que escapaban muchos peces. Era una mujer vaga y despreocupada, y no se preocupaba de reparar el cesto.
Un día un rico mercader y su mujer pasaron por el río y escucharon la agria disputa que mantenían el pescador con su esposa a cuenta del estropeado cesto. Gritaba y gritaba el pobre pescador exigiéndole a su mujer que, de una vez por todas, arreglara el cesto para no desperdiciar más pescado. El mercader, que había quedado instantáneamente prendado de la belleza de la esposa del pescador, sintió una profunda pena por ella y, tras charlar con el pescador, llegaron a un conveniente acuerdo para ambos: intercambiarían sus mujeres. La mujer del mercader accedió por su condición humilde y leal mientras que la mujer del pescador accedió inmediatamente ante la posibilidad de poder convertirse en la esposa de un hombre rico y poderoso.
La nueva mujer del pescador se puso manos a la obra y en poco tiempo consiguió arreglar la cesta y, con ello, la cantidad de pescado con que alimentarse creció de un modo tan significativo que incluso la misma mujer solicitó a su marido compartir el pescado con los vecinos. Ni que decir tiene que todo el mundo felicitaba al pescador por su generosa y servicial nueva mujer.
Pasado un tiempo llegó un día en que el pescador regresó del bosque con un tipo de madera cargada en un haz que fue reconocida por su esposa como muy valiosa. Ante la extrañeza del hombre, su mujer sugirió y casi suplicó que trajera más ya que de ese modo podrían venderla pues ella sabía el verdadero valor de la misma. Y no en vano, con el paso de los días, meses, años, llegó un momento en que se convirtieron en una pareja próspera y adinerada.
Por otra parte, la nueva mujer del mercader, con su desidia y falta de interés típica, tuvo un hijo al cual abandono en un río, a merced de la corriente, al poco de nacer debido a la terrible carga que suponía para ella. En poco tiempo consiguió derrochar toda la fortuna de su marido y la pareja, como punto final, se vio abocada a pedir limosna de casa en casa hasta que, por casualidad, un día llegaron a la casa del antaño pescador y su esposa. Ésta reconoció a su antiguo marido y le increpó duramente ya que por su avaricia lo había perdido todo mientras ella, a quien él había despreciado, había convertido a su marido, un humilde pescador, en un hombre rico. Así, la pareja de la limosna, humillada, hubo de retirarse cabizbaja a continuar buscando su sustento llamando a otras puertas.
Esta historia, con sus connotaciones, refleja claramente el papel de la mujer en la sociedad camboyana y en muchas otras asiáticas. Aunque más que su papel refleja en realidad todo ese mantra asociado al hecho de qué se espera de ella. Al nacer ya parte con un estigma de “virtuosismo” que, independientemente de su naturaleza, la obliga a partirse el alma por el bienestar de sus familiares, tanto ascendientes como descendientes. Es una ley no escrita, un concepto propio de estas culturas que choca sobremanera en una sociedad occidental, la nuestra, en la que el rol de la mujer ha sufrido un cambio vertiginoso en los últimos años. Y jamás, jamás encontré una mujer que renegara de esta pesada losa.
Puede haber criterios, opiniones encontradas y válidas que justifiquen o renieguen de este concepto cultural, pero cuando encuentras a una persona, una mujer con esta creencia, comprometida con una esperanza familiar que arrastra en todo momento en una ficticia mochila que solo cabe en su inmenso corazón y pundonor… Créeme, en ese momento, uno solo puede llevarse las manos al enrojecido de vergüenza rostro y sollozar como un niño por la marea, tormenta perfecta de sensaciones que jamás tendrán cabida ni recompensa en su acomodado espíritu. El viajero del sudeste asiático solo carga una mochila de trapos, pero todos los que le rodean, todos sin excepción, forman parte de un decorado tan real como mísero y terrible en conversaciones, situaciones que tus dólares jamás te permitirán observar ni vivir. En Camboya, en su campo, la miseria habita solo un palmo más hacia allá o hacia acá, oriente u occidente, norte o sur, un palmo nada más… estás rodeado de ella. Y me retrotraigo, de forma inevitable, a rememorar la estampa de unos padres, los míos, quizás también los tuyos.
Fácil imaginarlos en nuestro tiempo de postguerra, trasladados a la revelada panorámica que se abría ante mí, desde la ventanilla del bus, camino de Kompong Thom. Seres que derramaron sudor, con su frente perlada de esfuerzo, y que con su ahorro de porvenir seguro me permitieron perderme por esta senda asiática despreocupado. Su sudor tejió una telaraña, un seguro de vuelta, una red de funambulista que amortiguara mi posible caída sin daño. Lo vi, lo viví y lo sentí hacía tiempo en Zhaoxing, en la provincia china de Guizhou, quizás no el sitio más hermoso del gigante asiático, pero sí el más entrañable. Y Zhaoxing se abrió para mí como una experiencia rural de dimensiones desproporcionadas, como correr un telón de gasa fina que tapara Beijing, Guilin, Shanghai…, la ruta clásica turística y volver a encontrarme con el sudor cálido y fatigado, de a ras de suelo, de campo, de aperos de labranza, de madrugadas asomado a un palmo de la madre tierra buscando su fruto maduro en forma de grano, de mi padre, mi madre… Camboya, en su vertiente rural, ajena al fantasma de Siem Reap, me revivió una estampa china que estaba latente en Laos pero que explotó aquí en recuerdo de Thong y de su familia, en recuerdo de un escrito que dediqué, perdido por Zhaoxing, a mi padre y a todos los que viven alebrados al pálpito del sustento de la generosa y cobriza tierra.
Written by David Botas Romero
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